No teníamos veinte años, pero casi. Era verano y toda la vacación del calor. Yo conducía un coche de esos rápidos y negros que a mí me gustaban, y tú me habías adivinado el pensamiento. Porque bajo la ropa llevabas bikini y yo no te había dicho nada de mi plan para esa noche que se cerraba dando paso a la travesura abierta y concreta de todo calor.
Seria. Tú siempre estabas muy seria. A mi lado en el auto, seria pero cómoda. Muy felices los dos.Y contradictorios. Porque una cosa era el deseo, y otra cosa la concreción de nuestros novedosos hechos. Yo, muy callado. Pero tú no me dijiste nada cuando le di la vuelta al volante del coche y dejamos la zona de interior camino a la costa cercana.
Una cosa es un rollete,y otra cosa crecer y quererse. Porque aunque éramos cronológicamente dos pipiolos, teníamos o idealizábamos una tierna e impropia madurez. Nuestra fantasía y nuestra realidad jugaban a un confiado juego de necesarios creceres.
No me gustaba que te llamaras con el rimbombante nombre de Pamela, y a ti mi nombre de Víctor no te desagradaba.
- "¿A dónde vamos a estas horas ya de noche, Víctor? ..."
- "No pasa nada. Y apaga el móvil o tus padres empezarán a darnos la paliza, venga ..."
- "¡No quiero! ..."
- "Allá tú ..."
No le daba miedo todo esto. Era valiente como yo. Audaz y hasta nocturna. Como un búho. Suerte. Esta mujer me daba suerte. Su sonrisa era una fortuna, alta como yo, tremendamente segura de sí misma, y todo el encanto que hay dentro de un cofre de especial feeling. No le llamaremos amor sino un experienciar. El amor se sitúa entre los veinticinco y los sesenta años. Todo lo demás son erróneas elucubraciones carentes de todo rigor.
Aparqué al lado de la orilla de una playa nada concurrida. Solo había silencio, intensidad interpersonal, complicidad y algún temblar de piernas. Pamela sacó un cigarro y un mechero. Y me ofreció otro pitillo a mí que le negué. Solo estaba muy concentrado en unos hermosos deseos. Ella, Pamela, quizás también. Por eso no fumaba como siempre y esquivaba mi mirada.
Abrí de una vez la puerta y le dije a Pamela que yo no llevaba bañador, y que me encantaría combatir el calor y hacer a su lado la libertad de las aguas cómplices que amansaba la noche sin luna llena ni nadie mirando. Pamela dijo: - "¡Pues yo sí llevo el bikini! ..."
Seguí sin decir nada. Solo, hice. Abrí la puerta del auto y cerré. Al pasar por delante del cristal anterior le tiré una sonrisa y una seducción. Ella puso cara de no darse cuenta de nada.
Me metí en el mar y me hice unos largos. Hasta que minutos después, impaciente y más que bonita, Pamela apareció corriendo, se metió en el agua, y una vez adentro se levantó desde una ola y tiró su bikini en dirección a la orilla. Sin éxito. El agua desde la arena devolvió la prenda al mar. Y entonces ella se puso toda de pie, cogió las dos prendas y las puso a salvo en la arena. Y volvió al mar, mi mar ...
Yo, me descojonaba. Pero no me reía por las cosas de Pamela sino porque me sentía muy feliz. Como ella. Y tanta traca de mi risa terminó atrapando su atención y ella también comenzó a reírse.
Fui hacia ella antes de que me protestara, y la abracé. Ella no puso demasiada resistencia para abreviar protocolos, y se limitó a mirarme divertida a los ojos. Y nos besamos casi más de la cuenta.
Y yo recuerdo su piel. Su piel era diferente a la mía, y sus movimientos, y toda su diferencia maracaba un imán. Con tanta agua, cogimos frío y salimos hacia la arena en donde lo hicimos todo. Estuvo bien.
Nunca había hecho antes esa locura cómplice, y Pamela me confesó que tenía quince llamadas perdidas de sus padres y que no las había oído.
-LA CREÍ A PIES JUNTILLAS-
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