Era verano. Hacía mucho calor. El techo de aquel almacén era de uralita, la ventilación era una quimera, y la deshidratación arreaba bien. Mis compañeros, obreros de pura cepa, nada podían entender. Y eran muy sumisos y suyos. Lo que pasa es que el temporal exterior puede ser a veces capeable. Pero mi temporal interior, no lo era. ¿Quién lo sabía?, ¿quién podía saberlo?, ¿existían causas aparentemente lógicas que justificaran mi enfado hacia ellos y hacia los jefes? ... Causas, las había y muchas. Otra historia es que fuesen lógicas. Y en aquellos terroríficos años de dolor, yo estaba para pocas lógicas. Tenía dos brazos, dos piernas, era fuerte, hacía deporte y tal.... ¿Entonces? ...
Sí. Era verano. No me sentía capaz de tomar decisiones. Cuando no tienes salud, no puedes ni debes tomar demasiadas decisiones. Todo lo que pasaba conmigo se llamaba incomprensión.
Era Julio. Viernes. Las tres de la tarde. La hora de salir del almacén. El finde. Cuando todo el mundo esperaba esos momentos para planificarse y para disfrutar plenamente de su tiempo libre.
¿Tiempo libre? ¡Qué coño sería eso del tiempo libre y de paz! No había derecho a que nadie entendiera. Tenía que hacer algo. Marcar presencia. Disconformidad y hasta orgullo.
Por eso, cuando se hacían las tres de la tarde del viernes y salía del trabajo, yo decidía sentarme en uno de los banquitos de un pequeño jardín que estaba sito enfrente del almacén. Como queriendo decir: "Yo también existo y me jode que seáis felices y que mostréis indiferencia hacia mí ..."
Ese era el sentido de mi sentarme en aquel banquito de la nada. Para que me vieran, para que observasen de una puta vez mi porte digno y cerrado. Para hacerme visible. Para mostrar que yo no era una puta piedra y que necesitaba ayuda y no solo un salario. Sí. Quería reivindicar mi alma y mi ser.
Mis compañeros del almacén subían a sus coches y se iban a casa. A continuación, los jefes. Y en el fondo era curioso, porque todos vivían en el mismo pueblo cerca del almacén. Pero el símbolo fálico del coche, significaba poder y éxito dentro del cegato capitalismo a veces tan inhumano.
Sentado en uno de los banquitos, yo les miraba con fijeza discontinua a mis jefes y compañeros. Y después desviaba la mirada para evitar que las incomprensiones se fortificaran. Si en aquel momento de gran tensión, alguien me decía algo en tono burlesco, no quiero imaginar lo que podía haber sucedido. De todo, menos callarme. Porque el silencio suponía un enemigo definitivo terrorífico y aniquilador, y el grito o el insulto podían significar el inicio de una violencia nunca deseada ni por mi ni por nadie.
Físicamente estaba quieto, pero interiormente mis emociones de tristeza y desesperación eran un volcán triste y a jirones. Pero no dejaba de ser todo aquello algo defensivo para mi. Como una suerte de extraña sentada, como hacen los que reivindican algo en el espacio público.
Mi "sentada" visible tenía mil ángulos y matices. Y el color del dolor y de la impotencia. Sabía que no estaba bien, pero no cómo salir de ese pozo ...
Y yo continuaba sentado en el jardín a la sombra de un calor fuerte veraniego. Dicho calor, ni lo percibía. Mi cabeza y mi cuerpo estaban a otras cosas. Y completamente en silencio, yo demandaba cosas imposibles. Como que mis jefes y mis compañeros me ayudasen a salir del dolor. Sabía que al llegar a casa, nadie igualmente se interesaría por mis ánimos o por mi estado de salud. ¿Por qué irían a hacerlo si yo era físicamente fuerte como una roca? ...
Yo seguía sentado en el banquito del jardín. Mi expresión contenida y profundamente preocupada y triste, también debía ser un poema. Pero mis jefes me miraban sin curiosidad y sin prestarme atención. Y se iban corriendo a casa a comer. Mis compañeros obreros, ni éso. Entraban en sus vehículos, se iban y ni me miraban.
En el banquito de mi vendetta estática, yo no miraba el reloj. A lo mejor pasaban veinte minutos. El hervor en mi interior, cedía cuando ya todo el mundo se había marchado. Entonces entendía que era absurdo seguir ahí sentado e inmóvil. Y entonces me levantaba y tomaba un autobús. Sobre las cuatro de la tarde llegaba a casa. Mi madre apenas hacía algún comentario.
- "¿Qué tarde has salido, no? ..."
Pero al ver mi cara triste, guardaba silencio. Yo solo tenía dos planes en mi cabeza y mil millones de tristes renuncias para vivir, dado que no me sentía capaz de emprender la aventura vital.
Los dos planes, eran: que se hiciera sábado para ir a correr con los pioneros maratonianos de la Sociedad Deportiva Correcaminos, y por la tarde estar durante horas viendo deportes por la tele hasta caerme de culo. Y el domingo era una transición hueca y absurda. Que daría paso a un nuevo lunes camino a la rutina de terror del almacén de Xirivella.
Hasta que un día decidí no volver más al trabajo. Y no se armó un gran belén. Uno de los obreros me había agredido. Yo no quise repeler las agresiones ni denunciarle. Aquello solo supuso empujarme a decir adiós y por mi cuenta a aquel trabajo. Hasta mis jefes parecieron sorprenderse hipócritamente de mi decisión. Lo estaban deseando.
-AHORA, LOS BANQUITOS DEL JARDÍN TIENEN MÁS LÓGICA-