Recuerdo mi primer empleo. Fue, por enchufe. Terminaban los años setenta y comenzaban los ochenta. Yo, tenía dieciocho años, y muy poca experiencia de la vida. Una visión romántica e idealizada del mundo real, me acompañaban.
Mi madre tenía un primo que poseía una fundición de metales no férreos ,y un almacén en el que guardaba dichos productos ya fundidos. Se trataba del tío Ramón. De mi tío Ramón. El jefe de la empresa, al que yo solo había visto y tratado en los actos puntuales, como bodas, comuniones, y otros actos sociofamiliares. No le conocía pues.
Y mi tío Ramón le dijo a mi madre que yo podría formar parte de su empresa, y que iría destinado a las oficinas del almacén.
Pero lo cierto era que iba pasando el tiempo, y de oficinas, nada. Yo era un obrero más, en un almacén de uralita con unas temperaturas extremas, haciendo de los peores trabajos, y levantando cajas de una media de cuarenta kgs por unidad. El último, o de los últimos monos de la empresa. Fuerte decepción personal.
Un servidor, que había sido un excelente estudiante, y que por vicisitudes del destino no pude acceder a la Universidad, me encontré casi sin tiempo de digerir nada, con toda aquella precariedad y negativa sorpresa laboral.
Entonces, pensé en mi tío Ramón. ¿Por qué ya no solo no es que no me promocionaba en la empresa colocándome en las oficinas, -como le aseguró a mi madre-, y por qué no se notaba en absoluto el afecto que un tío debe por tal condición a un sobrino? Sencillamente, nada entendía. Aunque, podía sospechar las razones.
Mi tío Ramón era un hombre muy limitado intelectualmente,-hijo de un hornero-, al que la empresa le venía grande, y que otras personas cubrían sus carencias más que flagrantes para poder dirigir aquello. Pero, sobre todo, era un perfecto déspota. Egoísta. Nos tenía a los trabajadores en medio de la huerta, con un frío pelón, hasta que él llegaba con casi veinte minutos de retraso, a pesar de vivir en el mismo pueblo donde estaba el almacén, a bordo de un flamante Mercedes. Y había que aparcarle el coche y todo.
Su distancia hacia mí, no sólo no la entendía, sino que me resultaba irritante por absurda. Y , sinceramente, llamarle tío Ramón me producía, visto lo visto, una gran incomodidad. Ni por asomo se comportaba como tal. Se hacía el loco.
Hasta que, un día, me sinceré con él de un modo que no esperaba seguramente mi tío, ni por asomo. Me dirigí sin ninguna maldad hacia él y con toda la sinceridad en mi ánimo, y a corazón abierto le propuse si por favor me dejaba llamarle señor Lozano en vez de tío Ramón, dado que me sentía mucho más cómodo y real dirigiéndome a él de la primera de las maneras. Sin ser consciente , le estaba soltando un sutil bofetón.
El tío Ramón, se enfadó. Me dijo que, ¡ni hablar! Que yo era su sobrino, y que él era mi tío Ramón. De modo, que de señor Lozano, nada de nada. Yo, me alejé y guardé silencio.
A partir de aquel día, la mirada de aquel hombre hacia mí, cambió bastante. A pesar de que siguió tratándome como un mero trabajador más, por adentro le bullía la sangre. Con toda mi dura sinceridad, yo le había cuestionado su parentesco afectivo. Y al muy hipócrita, aquello le había sentado peor que una patada en los mismísimos.
-MÁS MAL ME HACÍA SENTIR ÉL A MÍ-