El otro día bajé al metro. Al sub urbano de Valencia. Desde la parada de Ángel Guimerá hasta la de Seminario. Hacía ya bastantes años que no utilizaba este medio rápido de transporte. Y al hacerlo, nuevamente, evoqué un tiempo tierno y humano a un tiempo. Que, en última instancia, fue vida ...Tuve bien claro tras separarme del que fue mi marido, que nunca más volvería a casarme, y pensaba que estas cosas del amor a mis pasados cincuenta años, serían algo romántico, papirofléxico, absurdo e innecesario. Yo, tenía toda mi independencia, era profesora titular de Química en la Universidad, y mis dos hijos empezaban ya a salir del nido e iban teniendo su vida.
Yo, me volqué en la inercia de la decencia. Era todo nuevo, maravilloso, extremadamente excitante, me sentía plena y más que segura de mí misma, y sentía que podía ayudar y hacer un tipo de relaciones desdramatizadas y hasta un tanto gamberras y absolutamente vitales y trepidantes.
Mi alumno preferido, era Adolfo. Le llevaba muchos años, pero Adolfo era alto, tierno, entrañable y tímido, competidor, impulsivo y muy atractivo. Yo creo que Adolfo no era consciente de la gran capacidad de atracción que poseía. Algunas alumnas me miraban medio sonrientes y envidiosas, y luego ponían cara de serias para no ser descubiertas en sus sentires reales. Sobre todo, las más atraídas por el hechizo de Adolfo.
No sé cómo surgió todo, pero yo creo que fue una sorpresa mutua. Adolfo era un chaval idealista, que tenía pocos amigos y más amigas. Era sensible sin saberlo. Y más de varias veces, se ruborizaba cuando se daba cuenta de que había podido ir un poco demasiado lejos conmigo, y con todas las cosas que hacía y que le rodeaban. Parecía muy frágil a pesar de su físico poderoso, y todavía con muchos tramos de savia verde que deberían ir madurando.
Un día Adolfo me lanzó que yo era su amor platónico para un estudiante como él. Y recuerdo cómo a continuación le entró una risa nerviosa e imparable. Estaba tan turbado y confuso, que yo le tuve que ayudar. Y decidí mirarle de hito e hito, y acompañar su risa con otra mía que pretendía ser una mezcla de cómplice y comprensiva. Y al cesar las risas, siempre recordaré un potente frenazo del metro, que me hizo caer totalmente sobre Adolfo. No caí, porque el muchacho tuvo reflejos y me sujetó. Y yo le eché mucho teatro al frenazo. Pero nuestras manos quedaron juntas y nuestras caras casi pegadas. Y entonces exageré con que me había asustado y mucho, y Adolfo no perdió el tiempo para completar el resto del recorrido preguntándome camino de la Universidad si yo estaba bien y si se me iba pasando el susto. Yo, no le decía nada, y me limitaba a sonreírle y a mirarle. Y cuando llegamos a la cafetería del Centro Universitario, le cogí del brazo y me lo llevé hacia una de las mesas. Allí me dijo su nombre, su teléfono, que le costaba mucho la Química, que yo era muy buena profesora, y un poco más y me da su DNI. Yo, contribuí a que esa cercanía fuese natural, provocativa, sensual y práctica a un tiempo. Él se enteraba de mis horarios lectivos porque alguna lista se los chivaría, y dos veces a la semana nos veíamos de vuelta a casa en la Estación de aquel entrañable y rápido tren.
Yo, le decía a Adolfo que únicamente era su profesora, y aquello estaba lleno de chicas atractivas y que se buscase una. Pero la verdad es que no le insistía mucho acerca de este particular. Adolfo era tan tierno, que me gustaba, y mi matrimonio me había enseñado que vivir es mucho más rápido que el propio metro. Que, todo es demasiado y descacharrantemente rápido en la vida, y que lo que nunca hay que hacer es estresarse.
Me cuidaba. Era como si hubiese recuperado la soltería, y aquel lugar estaba lleno de juventud, que proponía retos y aconteceres siempre novedosos. Era alta y me preocupaba por mi figura, e intentaba ser una más de esas niñas larguiruchas que abarrotaban el transporte sub urbano.
Un día, Adolfo me llamó Isabel. Por mi nombre de pila. Y yo carraspeé halagada. Me hablaba como a una compañera, como a una hermana mayor a la que admiraba, como a la orientadora de su vida, y con una desinhibición tal que me hacía sin darse cuenta sentirme una mujer especial.
Lo que pasa es que nunca fui romántica, y me gustaba hasta ser una profesora hueso y Adolfo estudiaba pero esta no era su mejor cualidad. Su pelo era rizado y abundante, su cuerpo el de un oso atleta grandullón, y lo demás que lo explique la satisfacción de la continuidad.
Yo, no me desabrochaba los botones de la camisa para agradar a Adolfo, o a otros muchos niños chicarrones y a algunas chicas resueltas y atrevidas. No. Lo fui sabiendo a medida que iba pasando el tiempo tras mi separación de mi ex. Yo iba juvenil porque me sentía atractiva, hasta guapa, y con muchas ganas de recuperar tiempos que otrora nunca pudieron ser. E iba matando asignaturas pendientes sin percibirlo, pero con una gran satisfacción. Y Adolfo me parecía tan vulnerable, noblote y agradable, que lograba ganarme. Le tenía una mezcla de sentimientos, los cuales iban desde los de una madraza con deseo de protegerle, hasta casi una más que amiga de la Universidad.
Llegó un momento, en el que parecía que la invasión de los espacios no nos importaba, y yo decidí que cuando subiera al metro con este chico, nunca más me cogería al pasamanos aunque corriera riesgo de caer por un frenazo del metro. Porque Adolfo estaba allí, bien cerca, bien pegado, bien ilusionado contándome cosas de la clase y de sus compañeras y compañeros, y mirándome con una credibilidad y un atractivo que merecía fijeza de correspondencia.
Yo, seguía siempre sonriendo muy atenta aparentemente a las cosas que descoordinadamente me decía el joven. Y yo me ponía casi de repente como fingiendo una seriedad que no sentía, porque quería sorprenderle para hacerle divertidos registros de mujer, que él podía desconocer.
Sí. Adolfo me decía que no había barreras, y que a veces era lógico que una profesora y un alumno fueran amigos, y que se dijeran cosas sin segundas ni maldad. Y repetía continuamente que no hay diferencias entre hombres y mujeres, y entre edades y posiciones. Y yo, le matizaba, pero al fin y a la postre mantenía la opinión favorable a su pensar, y le aceptaba con una serena sonrisa sus cosas impetuosas que diseñaban sus hormonas y deseo.
Le tuve algunos años como alumno. Era yo quien le tomaba por el brazo y me hacía la débil físicamente, o le confesaba que ese día no me había puesto las medias y que ello suponía un grave error estratégico porque tenía frío y eso debía ser producto de mis años. Pero Adolfo no estaba dispuesto a aceptar que yo pudiese ser mayor. Y entonces entraba en el juego de la risa, y se ponía a defender a todas las mujeres de todas las edades y con el fin de complacerme y de hacerme sentir una chica irresistible y sin edad.
Me arrepentí el día en que le suspendí una evaluación por vez primera. Todavía me río cuando evoco su cara entre enfadada, desconcertada, traicionada, sorprendida y hasta triste. Adolfo no se atrevía a echarme en cara el porqué del suspenso, pero yo sabía que tenía que ayudarle a desembozar unas ideas que no le salían bien. Le dije que le tenía mucho aprecio y que era muy bueno. Y con la mejor de mis sonrisas, le di un golpecito en el brazo. Adolfo, sonrió finalmente ...
No se atrevió a preguntarme si yo daba clases particulares, y yo decidí no decirle nada al respecto para que la cosa no se complicara. Y vi cómo Adolfo comenzó a estudiar y a estudiar, y era tan impulsivo y cabezota que había festivos que no disfrutaba y se quedaba en casa renunciando a lo demás. El defraudarme, parecía haberle hecho demasiada mella ...
Un festivo le eché valor y le llamé a su casa. Cogió el teléfono y casi se atraganta. Nunca podía esperar una llamada como aquella. Debió cambiarle la cara. Le propuse ir a la playa. Era un día de primavera increíble, y él negó y negó hasta confesar abiertamente que le encantaría.
Me puse muy guapa, desenfadada y breve de atuendo, y ya en la playa mostré mi experiencia y le hice sentir tan realmente bien, que el joven Adolfo me miraba embobado. Y en el metro, me dijo que le gustaría acompañarme a mi casa. ¡Y yo le dije que sería un placer mostrarle mi casa con jardín! Nos había dado mucho el sol ...
Entré en casa, hicimos el amor, y al cabo de una hora se asustó y se fue del lugar sin avisar. Y cuando retomamos el contacto, no paró de pedirme perdón por su osadía, y yo cerré su insistencia con un colosal beso en su mejilla. Y Adolfo guardó silencio.
Pasó el tiempo. Adolfo me huía. Tenía miedo a enamorarse o a que aquello fuera a más. El hecho es que me evitaba. Estaba como preocupado por su inseguridad. Y al acabar el curso y con la idea de darle estímulo, le aprobé. Aunque no fueran justas tales notas suficientes.
Ya no se acercó más a mí. Adolfo tenía una nueva prioridad. ¡Las chicas de su edad! Para así mostrar que se arrepentía de su actitud hacia mí, optó por buscar chicas y más chicas. Le vi hasta con negritas, orientales, rubias, morenas, punkies, altas y bajitas; pijas y de extracción obrera. Pero, siempre que se topaba conmigo, se azoraba y ruborizaba. No decía nada.
Un día se me acercó con una chica de aspecto dulce, y me dijo desde el interior del metro:
- "Esta es Adriana, profesora ..."
- "¡Ah! ¡Encantada, Adriana! ..."
Y esta vez Adolfo no parecía fingir sentimientos. La parejita semejaba estar plenamente enamorada y se besaban continuamente sin que mi cercana presencia pareciese incomodarles. Adolfo sonreía feliz y protector hacia su Adriana. Pero yo no me sentí mal, ni defraudada, ni celosa, ni nada de eso. Asumí desde el minuto uno, que lo más importante era embarcarse en el proceloso y rapidísimo río de la vida. Y seguí con la docencia, y vinieron alumnas y alumnos nuevos, aunque quizás nunca nadie de ell@s me recordó a Adolfo. Lo de Adolfo fue una hoja tierna del libro de mi vida. Y yo seguiré bajando al metro cuando lo precise. Como he hecho hoy. De nada tengo que arrepentirme.
-SINO TODO LO CONTRARIO.-