El fútbol parece más sencillo y popular cuando lo hace el singular ariete del Atlético de Simeone, Diego Costa.
Se nota poco que nació en Brazil. Porque su juego es inglés y de choque. Un portento de listeza que también sabe convertirse en finura. Lo suyo es la guerra por el dominio de las cosas en cuanto al árbitro dispara con su silbato el momento del comienzo.
Nadie le tose a Costa en el campo, porque no solo anda pletórico de sí mismo, sino porque no acepta a buenas que puedas superarle. Es lo más antideportivo y antiético que te puedes encontrar, y a la vez un pedazo de jugador capaz de los controles más increíbles y de la extrema e impropia velocidad de un tipo alto, grandote y hasta aparentemente toscón.
Engaña y hasta exaspera Diego Costa. El otro dia, en Estonia, él solo acabó con el Real Madrid con sus pillerías y con su enorme calidad. Y eso que lo que había en el campo de juego era una pléyade de estrellas. La Supercopa de Europa lleva su firma.
Protestón y antifairplay. Un niño grande y poderoso. Un sansón escurridizo, malencarado, chulesco, provocador, pero que al final te saca una sonrisa y te deja pensativo acerca del origen de su carácter. Costa parece alguien de barrios bajos que se labró su porvenir por su capacidad de liderazgo de confusión. De favela o de lugar deprimido, que decidió que el fútbol podría serle una fábrica o una senda para afianzar su carisma en millones de dólares.
Brazil. Lagarto. Todo un reto. Para llegar a las categorías grandes y visibles en ese país continente del fútbol, hay que tener unos activos capaces de destacar del gran nivel general. Ha de pasar algo bien gordo para que un tedioso ojeador dé contigo y te promocione.
Aparentemente, de su tipología de atleta potente, hay muchos por allí. E incluso guerreros que marcan goles como él hace. Pero, que contesten en el campo con el aplomo y la seguridad de Diego hay pocos. De su gigantesca personalidad de eterno adolescente díscolo y a la vez el boss, hay escasez.
Diego Costa no siente demasiados rivales y asume que también él ha nacido para ganar y elevarse. Nada le arruga. Y si le dan, van a recibir, porque él parece tener su propio código disciplinario e indomable. Pero lo que jode es la capacidad con la que se mueve en los líos este portento físico. Parece enfadarse, se encara, provoca, chuletea, parece hasta pasar del árbitro, después se encara con el árbitro, desconcierta, habla, la sigue liando, pero cuando parece que no logra salir de su laberinto irregular entonces esgrime una sonrisa entre irónica, escéptica y hasta desenfadada. Es como si él abriese los jaleos, y él mismo y solito pudiese apagar dicho fuego dándole su impronta sui géneris de naturalidad.
En su discurso no se impone la inteligencia sino la feligresía futbolística. A Diego Costa le gusta esto del fútbol, asume que está en este negocio, y en el césped no le da más vueltas. Recibe en velocidad y se va hacia el área. Como le salga la finta o la genialidad, serás objeto de gol.
Ante la prensa actúa como si nada fuera excesivamente importante, e incluso cuando se le ve incómodo o nervioso decide irse por otros cerros de Úbeda para escaparse de su volcánica emocionalidad. Al Real Madrid le hizo un roto tremendo en el pasado miércoles estonio. Y si le preguntas acerca de si eso es grande o extraordinario, entonces responderá cínica y vanidosamente que por qué no, y que en el fútbol puede pasar de todo.
-TREMENDO JUGADORAZO-
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