La fuerza extrema de los rayos del sol del verano del virus, no ha esperado. Se acabó. El calor demoledor arrea de bien aquí en mi Valencia, y ya no parará hasta el otoño.
Todo se llama calor. Todo es calor. Los aires acondicionados y ventiladores ya funcionan a plena actividad. La humedad, come. El sudor defiende el cuerpo frente a los constantes embates desfavorables. La ropa de la primavera ya está derrotada y definitivamente, en el interior de los armarios. Descansará en paz una larga temporada.
La gente, se defiende. Ahora se llevan tirantes y se saca la piel. El refrescarse es el deber y salvación. Ropa mona, breve, corta y decidida. Todo sobra. Molesta. Se clava.
Hay que apostar por el algodón y la paciencia. Y por la chancla y la zapatilla cómoda, poco sujetador y adiós a los pantalones largos.
Ya vivimos otro tiempo. Ya se vive el imperio de los sentidos del calor. Ya vale el hedonismo y el lucir el cuerpo, la desinhibición, lo que haga falta, el tanga que nunca te dije, la playa, la piscina, la íntima y constante ducha casera, y toda la sandía y el helado.
Bikinis y piernas depiladas, mujeres que reivindican su tiempo femenino y sus esfuerzos en los gimnasios y en los sudores de la primavera confinada. Estamos un poquito más gordos por el encierro, pero todo pasará. Hay ropa. O, se compra otra talla. Pero el imperio de la luz interminable que corona el día de San Juan, ya es un hecho y está ahí. Que luego vendrá el invierno y llegarán las perezas.
Es la evidente gran noticia. El color de la piel. Ha llegado el momento de dejar el color blanco norte para lucir nueva morenez. Ahí está el cambio y la diferencia. El sol tiene mucha más espectacularidad que el coronavirus.
La mascarilla se torna una suerte de tortura necesaria. Hay que ponerse ese puto vozal si queremos seguir salvando el pellejo. Pero así no se respira bien, ni se disfruta bien, ni se es libre bien, ni en la playa la libertad sincera suena bien, ni viendo en el bar con una birra al Madrid o al Barça se está bien, ni en las mágicas terrazas españolas las risas salen del todo bien, y hay mucha gente que lleva mascarilla pero en la mano o estratégicamente aparcada.
Verano de virus y mascarilla. La distancia social se torna una imposición inaceptable, y entonces los jóvenes no aguantan más y se tocan. Y hay pequeños fuegos de rebrote, y nuevos contagios, y un brutal y carpetovetónico deseo de Fiesta con mayúsculas. Porque la costumbre del placer no ha de irse en dos meses.
En España,-mi pícaro país-, hay estrategias sofisticadas para hacer lo de siempre. Porque el calor jode, y si esto se llama verano, y si hay luz, y si no hay agobios y tiempo de ocio, si todo está paradote, si esto se llama turismo, entonces todo puede ser momento óptimo.
Para parar la tele, para intentar el cambio, para que esto pueda ser otra cosa, para que la noche nos confunda, para que esté la esperanza pronta en un tiempo mejor, para irse ya al pueblo, o al viaje, o a la segunda residencia, o a la cala prohibida y anónima.
Porque el sol es dios y no hay tu tía. Y, ése, no entiende de alarmas ni de leches, y es africano e imposible, y muy hijo del terrible cambio climático que estimula a la chicharra.
¡DEFENSA!
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