Me engaña mi fortaleza, mientras trepo con facilidad por los temibles desniveles del bellísimo pueblo de Castellfabib, y a pesar de que mi cojera espera demasiado paciente la intervención quirúrgica para prótesis de rodilla. Pueblos y aldeas de estampa en el Rincón de Ademuz, enclave valenciano en las montañas serranas que se juntan y adentran entre los lindes de Teruel, Cuenca y Valencia.
Mi viaje del otro día, tenía muchas claves y muchas asignaturas pendientes y novatas. Y un gran coraje y audacia. Ropa adecuada para el frío, maduración en la noche previa para no perder el potente y coqueto autobús, y la vida. Esa vida que de pequeño no pude hacer, pero que ahora se me revela no ya como un reto apasionante, sino sobre todo, conveniente y necesario para el crecer desde el merecido divertimento.
Lo hice bien. A estas excursiones no es bueno partir con desconocidos sino con compañías seguras y gratas. A pesar del paisaje de postal, de la belleza general, de todas las sorpresas inevitables, lo mejor era avanzar desde mí hacia otras posiciones decididas e inteligentes.
Vivir es un alimento esencial cuando sales de lo cotidiano y tiras un puñado de temores a la basura. Y entonces surge la charla y la sonrisa aceptadora y cómplice, y te lo cambia todo. Una buena compañía te muta un nubarrón en un sol espléndido o una ventisca en una excitante y cachonda aventura.
El empujón del crecer para vivir, se me cimenta en mi curiosidad innata que empieza por el verbo aprender. Si no viajas, te tornas fanático entre propias convicciones y hasta nacionalista de tí mismo y de tu zona de comodidad aparente.
Es muy bueno que por la barriga me bailen mis deseos de moverme y de no limitarme a ver la belleza potente de mi país por la tele. Fue una modesta excursión preciosa por un día, pero en ese tiempo no recordé mis motivos cotidianos. Fue otra cosa. Es, otra cosa ...
No era cuestión de demostrar que fui un excelente y fortachón deportista popular que le dio al fútbol, al marathón o al senderismo ultra. Porque importa mucho menos que subas bien esas aldeas y pueblos hermosos que han de visitarse, pero la satisfacción se llama compartir esas sensaciones y dejar los alardes para la vanidad. Todavía soy veloz e inmediato, y mi edad no se corresponde con mi dinámica y mis ritmos mucho más juveniles.
Cuando llegamos al restaurante de Ademuz, lo mejor,-dejando la gastronomía-, fue cuando la empatía generó el baile y surgió la música. Dicha música es pasión junto al escrito, y la creatividad es el sitio de mi cuna. Pero el placer aprehendido no consiste en que yo todavía sea capaz del alarde físico en la danza y en la originalidad. No. La verdadera clave es viajar al meollo y a la fuente de la auténtica satisfacción, que era la naturalidad del divertimento compartido, improvisando congas o sacando toda la conjunta y lúdica libertad.
Al igual que las dos horas del viaje de vuelta. ¡Qué más dan las dos horas si se está a gusto y en sintonía! ... Sé que si hubiera ido solo a la excursión, todo hubiese sido otra cosa. Porque para mí es otra cosa.
En el fondo yo parto a los viajes a examinarme y a ver cómo voy y me las apaño conmigo mismo. Tomar las decisiones emulando, pero tomando mi nueva y valiente personalidad. Viajar no es por no quedarse en casa para mí. Viajar me significa el arrope de los míos, y a partir de ahí me sale toda la música de mi sonrisa real.
Allí, donde está, donde sigue la vida, pude ver cómo alguien que conocí me decía aparte de ignorarme que no me saludaba, o que otro alguien en la comida se escondía una botella de gaseosa en el suelo recién robada a los camareros y que al reprochárselo me soltó un rebuzno con deseos de incordiar.
Nada importaba si vas con los tuyos. Con esas muletas de emoción que todos precisamos para afrontar las cosas que no son simpáticas. Y al final el balance acaba siendo el deseo de repetir.
-Y DE SEGUIR VIAJANDO-
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