Que nadie me pregunte de dónde me viene ésto. ¿Innato?, ¿tardíamente descubierto?, ¿una fantasía?, ¿un don como otro cualquiera? No pienso responder a esa pregunta. Porque yo soy ciencia. Racional. Comme il faut. Y como no poseo el título de masajista, ni papeles que avalar puedan mi hipotético saber, jamás osaré afirmar algo indemostrable.
Solo parece ser que son sensaciones. Gracia o facilidad. De siempre la tuve. Pero como vuelvo al narcisismo, trataré de centrarme en la narración actual.
Mi amigo Miguel sigue en el hospital recuperándose del fuerte ictus que tuvo a principios de Octubre. No puede andar, aunque yo anuncio y sostengo que lo va a conseguir. Porque para Miguel, quedarse en la silla de ruedas es por su situación y su vida, perder absolutamente toda su libertad y por lo tanto la posibilidad de su autogestión.¡Un espanto!
Especialmente un espanto, para este anárquico amigo de la infancia que siempre hizo lo que le dió la gana y que jamás se cuidó.
Un día, me atreví. Yo creo que ni Miguel sabía de mi presunta faceta escondida. Y audaz, le dije a su hermana si me dejaba hacerle algunos masajes. A todos les pareció bien, y me dejan que le ausculte y ejercite las piernas llevado por mi extraña intuición.
El otro día, fue fantástico. Lo doy todo lo más puro de mí cuando me concentro sobre sus músculos y articulaciones. Algo me lleva. Incluso cierro los ojos buscando más y más concentración. Miguel, me deja. Y allá que le pongo gel refrescante sobre los miembros inferiores, y empiezo a dar rienda suelta a una extraña y hasta sorprendente para mí magia creativa.
Le palpo y le noto. Le percuto y le pruebo. Me relajo más. Y empiezo a hacerle cosas que no sé cómo las hago, pero las hago. Comienzo a verle las contracturas y los bloqueos. Sigo masajeando y le valoro. Siempre mucho más allá de mis manos, están las ganas del bien, de producir satisfacción, desbloqueo articular y energía. Reavivarle lo anquilosado y mil etcéteras y matices.
Mis manos sobre sus muslos, sobre sus cuádriceps, sobre el poplíteo, sobre sus rodillas, sobre las canillas, sobre los pies, y todo sobre mi absoluta concentración.
Ahora veo fuerte a Miguel. Y además le noto muy receptivo, convencido, y ha tirado sus prejuicios al olvido. Decido flexionarle. No es fácil, pero a mí me es igual. Le reto a que si siente la más mínima molestia o dolor, que me avise. Pero no hay temor. Miguel me lo haría saber ipso facto.
A veces siento que voy por delante de los excelentes fisios del hospital cuando baja a rehabilitación. Supe muy pronto que con una de las piernas tenía más dificultades que con la otra, que tiene un tremendo miedo al dolor, y que su gran enemiga que le gana muchas veces se llama señora nerviosidad.
Mis manos y movimientos le dan pistas a Miguel. Cuando me observa dubitativo o expectante, entonces él me mira fíjamente aunque disimule. Poco a poco va sabiendo que la energía de los movimientos de mis manos jamás va a producirle dolor.
Le noto rápido las contracturas y le rebajo los pies hinchados por inmovilidad. Y le insinúo que voy al ataque, pero con una sonrisa ilusionante y seductoramente positiva. Le alzo los miembros inferiores y le sigo valorando, hasta que ya voy a la flexión.
Un ejército de trompetas densas y defensivas me esperan para hacer un movimiento bien contrario, defensivo e instintivo. Hace fuerza y pone los músculos todos rígidos y como juncos.
Pasados unos entrañables treinta minutos,-quizás cuarenta-, Miguel ya ha entregado su resistencia a mi hacer. Ya dobla las articulaciones con bastante facilidad, ya le puedo exigir y hacer más recorrido, y sé que ésto le beneficia y le suma para su mejoría general. Tiene confianza y el estigma se cayó. Yo, le hago hincapié pero no demasiado. Es él el que ayuda a la dificultad y a la rigidez. Tiene mil miedos que perder. Y al final de la sesión, se me vuelca en halagos y yo le digo que no sea pelota. Pero él insiste:
¡UN MILLÓN DE GRACIAS, ORTÍ! ...
0 comentarios:
Publicar un comentario