Al ir extrayendo paulatinamente de los armarios y baúles antiguos de mi casa, elementos para ganar espacio, me encuentro con verdaderos retos emocionales que me llenan de tensión e impacto.
Se trata de documentos del pasado procedentes de mi familia más inmediata, desestructurada, varada en el tiempo y en la indiferencia, y que yo tengo el placer de tomar en mis manos y ver su contenido para desechar con especial sentimiento.
Ahí hay de todo y todo revuelto. Cosas de los que ya no están, e incluso las de una persona que aunque sigue aquí, ha olvidado su memoria y recuerdos. A veces me pasa a mí igualmente ...
Cuesta. Cuesta toparse como si nada, con unas cartas que le llegaban a mi madre de unas amigas desde París a las que supongo en plena España de la inmigración del postfranquismo y remitidas por una señora francesa desde una casa que las acogía y que seguramente redactaba en español dado el analfabetismo de dichas amigas de mi progenitora.
Sí. El pasado se abre clara, descarnadamente. Y en seguida me dice que no tire de repente del todo ese tesoro, sino que tenga la bondad y la compasión de rescatar esa magia cercana.
Las cartas y las fotos. En esos armarios y arcones está todo de los míos porque ellas y ellos vivieron exactamente en esta misma casa. Y les pasó el tiempo de la vida, y todos han muerto o han sido olvidados.
El pasado parece endeble aunque se llame también vitalidad. Es una energía petrificada y llena de polvo inopinado. Abrir esos cajones es toda una cirugía personal y casi un sacrilegio o un allanamiento de moradas. Es como coger a los míos y observar su desnudez sentimental. Lleno una bolsa o dos de esos documentos, respiro hondo, lloro, me quedo afectado, y sin mayores comentarios interiores trato de no pensar en nada cuando el ruído de las bolsas golpea el interior y exterior de dicho contenedor.
No hay más remedio de que sea así,o te atrapas. Te atrapas y te puedes, y entonces no logras avanzar porque un pasado de drama y de ternura cercana no se digiere al princicpio con toda la convicción y el orgullo.
Revuelvo en la memoria histórica de mi familia y de mí los documentos personales que llegan del atrás con unas fechas impepinables y evidentes. Hay cartas maravillosas, besos y saludos entre gentes que ya no repetirán nunca más dichos afectos, rupturas, distancias, otros tiempos, toda la ternura, objetos de cuando yo era un niño chico, cosas del colegio, la escritura de la casa cuando papá era el dueño, los documentos del matrimonio, de la boda, de los bautizos, cartas a mi abuela procedentes de lares para mí de asombro por lo inesperado, un premio municipal de taquigrafía mío, cartas de los antiguos alumnos del Instituto Luis Vives al y a los que siempre quise y querré, el marathón, el senderismo, y mil millones de cosas que hago añicos porque ya no han de estar ahí. Pura magia y una gran afección emocional. Tiendo a temer que proteste el pasado y que aparezca el vacío acusándome con el dedo y censurando toda mi renovación.
A mi hermano, pobre, no le interesan épocas vitales en su vida. Ahí le veo sus fotos a lugares bien lejanos procedentes de vacaciones con amigos y de cuando aún tenía sueños y no la planicie asombrada e irreal que llena su vida impostada.
De todo eso que palpo y me pringo las manos por el polvo de décadas varadas, me siento orgulloso y definitivamente enérgico a un tiempo. Porque ese oro, esas fotos, esas vidas que ya no están; todas las interacciones y entrañabilidades son rémoras y piedras en el caminar mío del espacio de futuro.
Vale la pena llorar por todo ese muestrario de ternura de una familia que siempre fue a la deriva. Insisto en que más que higiene, es pura cirugía inevitable. Y por eso corto con mi bisturí el tiempo que no ha de volver, sacrifico aunque no olvido el valor de los testimonios, y de esa dulce manera les hago a los míos un duelo de objetos concretos. Y cuando tiro al contenedor dichos objetos, sigo conservando en mi corazón toda esa magia del atrás.
-EL PRESENTE ES QUIEN DECIDE-
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