Nada más subir a aquel tren que llevaba a Barcelona, tuve que discutir contigo el asiento. Aquello no encajaba. Tú me decías que ahí a tu lado no era, hasta que finalmente las cosas se aclararon y me dejaste sentarme a tu lado.
No era un tren cómodo y la distancia era larga. Se imponían elementos defensivos para que el trayecto no resultase monótonamente agotador. Pero, no la palabra. Contigo no había que hablar. De modo que coloqué mis maletas arriba, jugueteé chateador con el watsaap y el móvil, y lo simultaneé todo con el sonido de mi transistor que me entraba por los auriculares.
Pero la película que ponían en el tren, no valía nada. No me gustan nada las películas de entretenimiento y relleno mero. Tú habías sido lista y estratega. Te habías puesto las gafas de sol, y movido la palanca para que el asiento se transformara en un efectivo sofá. Pero tu posición en el sofá la pusiste de cara a mí. Cerraste tus ojos, te quitaste furtivamente las gafas a esconder, y me permitiste que mirarse que mirase a hurtadillas tu modo de hacer la siesta.
Quizá fuese tu primera concesión. No llevabas anillo alguno en tus dedos y ni siquiera maquillaje realzador. Pero tus ojos eran serenos y femeninos, tranquilos, imperturbables, rubios y hasta bien atractivos. Tu cuerpo parecía delgado de gimnasio y llevaba alguna bella sorpresa. ¡Vaya senos! ...
Te empezó a aburrir dormir la siesta en el improvisado sofá, y de pronto me miraste sin esbozar ni una sola sonrisa. Cauta, distante, fría, propia, y tú sabrás qué más.
Yo, no decía nada y pasaban los minutos. Hasta que volviste a convertir tu sofá en asiento, y miraste para muchos lados. Y temías que si te alejabas del asiento, alguien incluído yo, te pudiera sustraer algún objeto de valor. Hasta que por fin te la jugaste, y te marchaste al aseo a aliviarte, no sin antes detenerte en la cafetería del tren.
Tardabas mucho en volver. Pero, lo hiciste. A pesar de que ya no cumplirías los cuarenta años, te movías con la soltura de una jovencita. Y quiso el destino que me dirigieras tu primera sonrisa. Esa sonrisa abrió todo un espectro y un caudal cómplice y comunicativo.
Nos contamos casi todo de nuestras vidas, me dijiste que habías sido muy feliz, y que llevabas demasiado tiempo sufriendo. Pero yo te paré y logré llevarte primero a la suavidad, y más tarde incluso a la carcajada sonora. Ahora se estaba demasiado bien en aquel tren.
Yo me quedé en Tarragona y tú te bajaste en tu Barcelona y final estación de Sants. Ambos teníamos los teléfonos respectivos y una cita pactada desde la ilusión y el mutuo deseo de saber qué le pasa al futuro de la vida cuando se hace una apuesta arriesgada.
Dos meses después de vernos todos los findes y de saborear tu cuerpo y tu cariño, decidimos dejarlo. Empezamos a observarnos diferencias insalvables, incompatibilidades insuperables, y todos los defectos que llevan al enfado y al desencuentro. Pactamos el no vernos más.
Hace una semana, tomé otro tren destino tu ciudad. También tuve que discutir con una jovencita exhuberante mi asiento, porque ocupando dos de ellos se vive más placenteramente el individualismo. Cedió de malos modos y en presencia del personal del tren, y estuvimos juntos casi exactamente el mismo tiempo invertido en aquel primer viaje en el que pude conocerte, ex ilusión.
La moza era potente, más que joven, nerviosota, desinhibida, ruidosa, inmadura y peleona. Nunca se giró hacia mí para bien, nunca quiso el destino que a su precocidad le atrayera mi madurez, se aligeró de ropa y casi todo el tren celebró en silencio su corporal demostración. Debía tener calor de hormonas. Pero nunca nada que ver contigo aunque ya no estés en mi vida. Ni por asomo. Nada que ver.
-NI QUE EVOCAR-
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