Maravillosa y olvidada, decadente y nostálgica, eterna y presente, coqueta, sugeridora y excitante.
Es una vieja estación en donde ya no se detiene el tren de cercanías. Simplemente, está ahí. Es un lugar determinado en donde en tiempos existía un Polígono industrial, en donde los trabajadores y las trabajadoras nos deteníamos para bajar y hacer juntos vida.
Sí. Ahí. En ese lugar del pasado y que ahora es mera transición de nostalgia, pasaron muchas cosas. Aunque nadie ya lo diría, ahí hubo ilusión y vitalidad, sueños, proyectos, decepciones, sudores y hasta besos.
En efecto nadie se puede ya dar cuenta. Porque el tren lo que hace es seguir y seguir, y no le sabe mal que la estación imposible y varada me genere una emoción todavía viva y evidente.
Parece una estación abandonada más. Algo del atrás. Algo que se pierde y que se rompió, algo vintage, marginal, inabordable, obsoleto, fracasado, sin brillo ni verdad, todo lleno de hierros y grietas, con señas claras de abandono, con el reloj detenido por un golpe de viento o por el efecto de las pedradas de un gamberro, o sencillamente finiquitado por la lógica de lo inane. De la muerte. Del triunfo de la nostalgia.
En esa estación de tren, cada primavera, cada año, cada mes, cada segundo y cada momento del tiempo, la actividad era evidente y económica, emocionada y transitada, bullía la gente en su recorrer apresurado, y habían risas y rosas, y piernas largas de mujer, y veteranos a punto de jubilarse, y almacenes de lámparas y de muebles, y hasta panaderías, y coches, y más risas, y algún llanto escondido y taponado, juventud y relaciones, labios de carmín y fortaleza hercúlea. Sobre todo cuando me sumergía desde esa estación a los lugares de labor yo entonces podía verte. Sencillamente, verte a ti ...
Eras casi una niña, y tu nombre era el de Silvia. Y al principio me mirabas gustosamente sorprendida, y luego aceptaste mi modesta compañía, y trabajabas en la nave contigua a la mía, por lo cual siempre estábamos los dos en contacto.
No teníamos ni veinte años, Silvia. Yo era fuerte y un no parar, y tú rubia y un terremoto de chavala. Y un día te di un beso que no pudiste rechazar sino sumarte a él, y desde aquel día nos salió una primavera de crecer a los dos porque todo fue diferente, alegre, sexy y saltarín.
Te ponías ropas ajustadas para gustarte y para gustarme, nos tomábamos de la mano, y el ir a trabajar no era una pesada obligación de un cometido menor y rutinario, sino un deseo ferviente desde la estación que ya no existe y que jamás existirá.
Algún año antes de que los patronos nos comunicasen que el Polígono industrial debía cerrar por las razones discutibles y económicas que nos esgrimieron, tú y yo ya no estábamos juntos.
Habíamos roto, ya todo había terminado, tú habías conocido a otro chaval y esta vez sí que te habías enamorado y hasta las trancas. Y yo ya no me sentía bien cuando descendía desde el tren y desde esa estación imposible. Porque a pesar de que aquello estaba lleno de mujeres a cual más bella e interesante, ninguna de ellas eras tú.
No es que me alegrara cuando al cerrar las empresas dejé de verte, pero por lo menos la distancia ponía un punto y aparte que yo necesitaba. Pero, sí, Silvia. Seguramente fuiste la primera novia y el primer beso de mujer de primavera que di y obtuve, y eso nunca se olvida.
De ahí que cada vez que paso con el tren por esa estación, me paso todo el trayecto evocando aquel amor y aquella batalla de alegría. Y recuerdo tu nombre y tu magia, aunque lo más posible es que si te viera no podría reconocerte.
- O, ¿SÍ? -
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