Artur es ternura. Ha de resistirse a salir de su caja mágica en la que casi todo parece hacerse automáticamente. Artur es inteligente y realista, le gusta la Historia, los tebeos y los silencios de su ostracismo.
Consigo sacarle de su casa en blindaje personal autodestructivo. Puede que salgamos a dar un paseo por su parque cercano, por satisfacer a los suyos. Por complacer a los demás. Porque se establezca en su interior una fuerte y delicada lucha entre el placer y el deber. Porque no pueda entender lo que en el fondo, entiende.
Le dejo. Le dejo que elija espacio exterior. Que decida él, el sitio para la experimentación y la exploración. Trato de ser auténtico con Artur. Es lo mejor y más eficaz que se le puede hacer. Y por tanto no le voy a sermonear acerca de las ventajas y beneficios de cambiar sus sensaciones habituales de los peligros del exterior. Y prefiero mostrarle sonrisa y naturalidad. Si le sermoneo acerca de los placeres de algo que le preocupa, entonces se va a tensar, a impacientar, y a decidir concluir de mala gana y enfadado, su audacia que también es un esfuerzo evidente.
Lo voy consiguiendo, pero temo fallar y fallarle a Artur. Una vez en el parque, Artur me mira como indicándome la ruta a seguir. Pero yo le niego la iniciativa, y le digo que me guíe él. No le voy a robar ni un centímetro de su iniciativa. Porque esa iniciativa es tan suya como su libertad, la cual es hoy por hoy dubitativa y extraña para él. A Artur le cuesta sentir libertad más allá de la puerta de la casa en donde vive.
Artur mira inicialmente su reloj. Tiene claro que solo será una hora de reloj el experienciar el exterior, y yo nunca estoy tentado a decirle que sigamos caminando un poco más. Sería un error craso.
Lo que realmente yo deseo es que Artur coteje sensaciones. Que pueda pensar que en un cachito de la calle también puede haber bienestar y satisfacción. Que en las ondas de su ser, se pueden abrir paulatinamente unas mutaciones en las cuales no todo sea oscuro y un no de dolor e inseguridad. Mi mejor apoyo, será mi parte serena. Sé que Artur es una esponja.
Ternura hay en ese chico de cincuenta y en su biomecánica nerviosa y desentrenada. Me evoca a los niños chicos cuando anda muy deprisa y descoordinado. Dudo al principio sobre Artur y estoy tentado a decirle que no corra tanto porque no hay prisa. Me callo y le dejo entrenarse. Poco a poco se va acercando a mi paso sin que yo se lo pida.
Le noto a Artur la falta de costumbre en el andar. Sus piernas, su tren inferior, está tenso, deficiente de ritmo adecuado, como esos nenes que aún no pueden aprender a caminar correctamente sin supervisión. Los músculos de sus piernas y su cuerpo entero, están raros en dicho movimiento. Aún se desconoce a sí mismo cuál debe ser su mejor manera de moverse y de desplazarse. Y me doy cuenta de que su ejercicio no es tanto el técnico como el natural. Artur sabe andar, pero aún no lo recuerda bien.
En su bonita y personal alma, el hombre está pendiente de que vaya finalizando la experiencia y está ansioso por volver a su zona segura, a su espacio tranquilo del que no sabe vislumbrar del todo que es amenazante y más que talón de Aquiles para su pleno vivir. Pero eso es lo que conoce.
Artur y yo, vamos llegando de vuelta a su casa. Por dentro se está debatiendo entre su sudor de temor y por la posibilidad de un mundo nuevo que a lo mejor no le traiga el bien y le aterrorice.
Al llegar al portal de su casa, Artur me da las gracias. Es en extremo educado y agradecido. Me dice que le ha gustado el paseo. Confío yo en que pueda repetirse, y en que no lo haga por mí o por no defraudar.
Lo que me gustaría es que Artur se lo dijera todo lo bueno a sí mismo, y que valorara sereno las realidades. Es lo mejor que puedo hacer por él. Que asimile que afuera de su mundo temeroso y de ternura, puede que haya algo más.
-Y QUE NO ESTÉ MAL. -
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