Bajito, poca cosa, aspecto de despistado, tranquilo, calmo, setenta y cinco años y bastante anonimato en él.
No le conocen todas las personas de su finca en la que vive, pero sobre todo porque la gente de su edad siempre tuvo más relación con su mujer que con él. Más confianza. A él le conocieron a raíz de su matrimonio. Pero, casi mejor no hablarle al señor Evelio de su mujer, porque es fatal. El pasado tremendo y demoledor.
Evelio solo conoció a María. Toda la vida juntos, novios de bien pequeños, él trabajador de una fábrica de curtidos, y ella al casarse con él, ama de casa.
Amante del fútbol, don Evelio acepta que la pensión que cobra es una miseria. En aquella fábrica de curtidos, los sucios jefes no le cotizaron apenas nada a pesar de estar toda su vida trabajando. Evelio les denunció, perdió el litigio, y ahora ya se conforma con llegar,-y cada vez con más apreturas-, a fin de mes.
María. ¡Oh, María! ... Se le murió a don Evelio de un infarto demasiado antes de hora. Cincuenta y cinco años. Un infarto. Él tenía tres más cuando sucedió lo más terrible.
Los hijos fueron dejando el hogar familiar. Se independizaron, se casaron, se fueron haciendo los remolones, el lar de los padres es doloroso, se acostumbraron a no visitar a su padre; don Evelio apenas conoce a sus nietos por fotografías que el hombre guarda en los cajones de un armario de cariño, y se hace a la idea de que todo va terminando y para siempre.
Según la gente de su barriada, don Evelio es muy educado, independiente, poco hablador, y llegó a decirse en tiempos que su padre fue pintor y no precisamente de brocha gorda.
Los pequeños comercios del barrio fueron cerrando uno tras otro. Ahora ya no hay peluquerías familiares, ni hueverías, ni carnicerías, ni talleres mécanicos, ni nada cercano. El barrio de don Evelio se ha vuelto actual y esquivo, en el ascensor nadie parece conocer a nadie, el verano da paso al inexistente otoño que pare al invierno, y las rutinas son predecibles y siempre de hoy y ahora.
María. Don Evelio sabe que María le perdona cada vez que se va de putas. Tiene suerte porque a pesar de sus lesas rodillas, tiene el Barrio Chino a escasos quince minutos y a pie. Y con toda la independencia y con un rictus tranquilo, puede verse a don Evelio camino del sórdido lugar.
El anciano va al grano. Ideas claras. Lo primero que hace es organizarse económicamente para poder llegar a fin de mes. Y si hay opción, entonces se regala un placer.
Don Evelio no va eligiendo chicas, ni las prostitutas a él. Siempre se mete en el mismo bar del Barrio Chino, en donde en las tardes frías y cuando la noche aún queda lejos, los domingos se dirige a una mujer de mediana edad llamada Úrsula. O, así se la conoce.
La prostituta le ve llegar, y apalabran el servicio. No siempre es penetración, no siempre son los domingos, no siempre son las tardes frías, y solo es el deseo. Unas veces solo es felación, y otras se completa el acto. Depende.
Don Evelio no habla con nadie más, a pesar de que otras mujeres se le insinúan y le abordan ofreciéndole sus servicios. El hombre termina lo que tiene que hacer, se peina, y aparece en las calles ya aledañas del Barrio Chino sin que nadie sospeche que viene de allí.
Don Evelio no sonríe. Dejó de hacerlo cuando María. Si alguien le pide la hora, él se la indica. Incluso si se le demanda un cigarrillo, el hombre no tiene el más mínimo inconveniente en satisfacer a la persona que se lo pide. Pasa por delante de un bar concurrido y no entra en él. En tiempos se pasaba allí las horas jugando a la manilla, al dominó o al póker. Ahora solo es un lugar de paso. El bar cambió de dueño.
Don Evelio camina lenta, pausadamente, confiado, llega a su portal, toma el ascensor, se mete en casa, ve un poco la tele mientras cena y luego se va a dormir. No sueña nada.
-Y NUNCA SE METE CON NADIE-
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