Otoño desnudo del verano. La tierra está densa y envolviéndose en costra en torno a sí misma. Demasiado dura la tierra, demasiado pétrea y abrupta. Reseca y deficiente. Desequilibrada, sola y decepcionada. Necesita, a la par que trata de rechazar el agua. Para la tierra, el agua es su vigía y su masaje, su barco de navegación y su modelado dúctil necesario. Demasiado desierto reseco. Demasiada distancia.
Casi o totalmente de repente, inopinada y hasta clamorosamente, la luz del sol se eclipsa y se reduce. La borrasca cuaja desde el horizonte a la bella y a la vez traicionera velocidad de la sorpresa. La tormenta se prepara y se adoba desde los olores de la humedad, humo del agua.
Relámpagos y truenos. Se acota el desenlace final que orlan la percusión del ruido y de la chispa. La gran tormenta va cerniéndose y descendiendo sobre la ciudad y sobre el campo. Sobre el todo de la tierra.
Baja. Muy baja y explosivamente exhuberante la gran nube negra. Horizonte obscuro. Hasta que estalla y se define la tensión. Hay momentos reacios por las dos partes. Porque el agua parece refugiarse en la casi ausencia de luz, y la tierra demasiado profunda y escasa teme la decepción y que su deseo nunca verbalizado quede ajado tras un hipotético vendaval oportunista que aleje lo previsto.
Hay deseo mutuo. Atracción. El agua y la tierra, viceversa, se precisan aunque son dos elementos bien distintos. Como una polaridad. Como la eterna atracción entre un macho y una hembra. Como algo finalmente inevitable.
Primer aviso. Primeras dudosas gotas. Amagos suaves que rocían con la gran timidez una realidad que va a llegar. Como un juego paulatino de seducción. Como algo tan deseado y a la vez temido y pudoroso. Como un rubor mutuo. Como una prueba y cortejo.
Hasta que la lluvia alcanza potente intensidad. Y la tierra, responde y recibe. Besa ese contacto y se hace unidad con quien la llega y afecta.
Agua a mares. Agua a exceso. Agua a orgía que casi ruboriza y sorprende. Agua inevitable que ahora golpea con fiereza a una tierra que ya no se defiende sino que se abre y acepta. La tierra toma al agua, le da orificio y destensa su fantasiosa musculatura. Ya hay cópula y necesidad.
Y la tierra es otra, y es río, y es removida y revoloteada, terremotizada y manejada como un pelele que se antoja inevitable. El agua acoge en todo su seno la avalancha de agua y la transporta a lomos de sus líneas de desniveles, mientras la acerca a todo y al mar que es donde está la continuidad acuosa.
La tierra cumple su función receptiva, y se torna fértil, y acogedora, y amorosa, y excesiva, y tolerante, y permeable y hasta oportuna. La tierra se pone verde y hace más raíces con sus árboles vegetados. La tierra fructifica debajo de esa masa de agua kilométrica que inunda y purifica. La tierra se adapta al chubasco, le hace charco y se sumerge tras ella vencida aparentemente en inundación siempre sumisa.
El polvo y el resecor pierden sentido y presencia, y el barro muestra el otro extremo de lo denso, y nosotros los humanos solo podemos ver y participar en el gran fenómeno supremo que es la Naturaleza poderosa y abierta.
La tormenta,-explosión de exceso y vida-, descarga todo su azar sobre un espacio de zona receptiva que espera ese torrente líquido que bien conoce y conocerá. Agua y tierra, tierra y agua, son dos elementos distintos, sí, pero que se complementan con la sabiduría y la evidencia de un gigante filósofo y meteoro de la Jonia clásica. Y esa junta de vida es hermosa y especial.
-MÁS QUE SEDUCTORA-
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