En un episodio histórico y más que inhabitual en mi Valencia del alma, se ha puesto a llover incesantemente durante días y más días, y sobre las plantas que tengo en mi abarrotado balcón.
Es buena época. Pero como ante el cambio climático no pasaba ésto, mis plantas andan como yo, desacostumbradas y perplejas. La temperatura es lo único que se va salvando. Durante todo el temporal no ha hecho frío.
Quien me ve, sabe de mi afición por las plantas de mi balcón. Representan la vida, una vida, una magia que cuido casi con obsesión, me dan paz y relajo, y me descubro en ellas a mí mismo. Yo soy también un poco las plantas de mi balcón.
El agua, a mares, ha estado a punto de encharcarlas. La tierra de las macetas está negra y blanda, ha bajado la densidad y dureza hacia muy abajo, y las raíces se han visto empujadas y hasta favorecidas.
Es otoño y he podado. Podé. Hoy por fin ha vuelto el sol a casa. Las plantas han aguantado bien la desfavorabilidad y además yo he podido ahorrar algunos litros de agua para el riego.
Las plantas están ahora limpias, verdes, pero ya van demandando sol y sequedad. Para ello he introducido un objeto punzante dentro de la tierra con la idea de que el aire penetre en dicha mojada tierra con cuidado de no herir ni desvirtuar el centro de las plantas, que es su motor y timón. Realmente les hacía falta el agua tras una Valencia desértica y turística. Esta sorpresa sin duda que las habrá favorecido. Se ha higienizado toda la verdad de la tierra y ha salido sin ambages toda su realidad. Todo es ahora visibilidad, estructura básica y desnudez en mis plantas. Están, como son. Con su verdad y con su realidad.
Las margaritas han agradecido el constante jarreo de las nubes, y la begonia se ha aprovechado de la ausencia de frío para mantenerse exhuberante y hasta imperial.
El otoño,la estación quieta que deja paso al invierno sin los alardes de otras estaciones, ha estado aquí y ahora más que entretenido. Ha sido un final de otoño de vida y de amenidad, de empeño y riesgo, de mirar y no tocar, que que las palomas se abstuviesen de hacer nocivos viajes de picoteos sobre ellas, y la magia de ese balcón ha estado expectante y más que entretenida.
Me siguen apasionando las plantas de mi balcón. Hay algo ahí que me lleva a ellas, a observarlas, a ver en ellas una vida que sigue perenne y decidida a enfrentarse con los meteoros, los truenos y las centellas. Pero, sin barroquismos, las plantas me representan la fuerza y la esencia de la vitalidad. La presencia, el pasado, el presente, el llenar mi tiempo con un hobbie claro, y siento que mi balcón sin esas plantas sería una cosa funcional y sin riesgo, anodino y diferente.
Mantengo mi tradición de hijo de la huerta. De esa huerta feraz y fértil que parió a mis antepasados y que me hizo la apuesta y la condición de lo natural y de la naturalidad.
Hay un valor y una riqueza, a mi lado de los ladrillos o la tecnología de los móviles u ordenadores. Ahí hay una energía orientadora y clara que expone y me dice que hay que continuar y resistir.
En esas plantas he hecho mis fetiches, mis sueños, mis manías y hasta todas mis virtudes, y nada ahí tiene que ver con el dinero o los intereses espúreos. Mis plantas y yo tenemos un pacto sellado y tácito de mutuo respeto. Ellas me ven y yo las vivo y destaco. Son mis hijas y yo su hijo. Y me siento ser vivo como ellas, y ellas me dan oxígeno y paz. Hacemos trueque.
-EMPATADOS Y EPATADOS-
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