Hay que hacerlo. Había que hacerlo. Lo hice. Un madrugón potente camino de las tierras del Cantábrico. Maletas, dejar atrás la preocupación económica, e inventarme un enorme motivo para sentirme bien diferente.
La entraña estuvo en la noche precipitada. En mi corazón y en mi enorme ilusión y deseo. Sí. Hay que hacerlo y sin temor excesivo a las consecuencias. Da igual si estás acostumbrado a viajar, como si no lo estás. Los trenes nunca se detienen. Y yo tenía ganas de ser protagonista de películas sin que nadie me las contara.
Al principio del viaje fue tierna ilusión, y al finalizarlo, sensación de conciencia tranquila. He vomitado amor a mí mismo. Ya me tocaba. Y me he dado unos días para mí. Para acariciar esa flecha que te indica a dónde debes tirar para sumarte a un hipotético camino que pueda llamarse felicidad y algún otro epíteto sinonímico. Cambiar, romper con la rutina, exponer, juntarse con otras y otros para poder juntarme más conmigo mismo, y todas esas cosas que a poco que te salgan bien te generan crecimiento, solidez y mayor consistencia personal.
Subí a un autobús. Al vehículo metálico y vital que me lleva. Un autobús no muy moderno, pero siempre atractivo. Y saludé a los medio dormidos viajeros que andaban nerviosos y presos del sueño del madrugón.
Después hubo mucho silencio. El autobús empezó a dormir. A tomar fuerzas. Porque de Valencia a Liencres, (Cantabria), hay demasiados kilómetros como para no tomar medidas mentales y corporales de dosificación. Y el viaje sería largo, exigente y de nada de relax. Al revés. Era cosa de estresarse y estrellarse para conocer enormes y profusos pueblos y lugares en el transcurso de escasos cinco días. Sí. Cosas de abarcar fuerza y superficie del zapato, de caminar y visitar lugares históricos y emblemáticos; de encarar abundancia y respeto geográficos.
II. El Norte. Conocía y conozco muy poco el Norte de mi país. Tocaba poner los pies y las zapatillas en lugares inéditos para mí. Era cuestión de aprobar asignaturas pendientes en mi vida. De volver con muchísima más materia vivencial. Y el viaje solo es la perfecta excusa para vivir. No cabe duda. Lo mejor del viaje siempre seré yo y mi decisión de partir. Todo lo demás, habrá de ser meramente consecuencial.
Todo lo que pasa en un viaje siempre es hermoso, porque siempre lo recuerdas en mayor o menor medida. Son cosas que llenan y enriquecen. Un tabernero de carretera nos mal recibió sin un atisbo de corrección en sus modales. Nos indicó con dureza las condiciones para entrar en su taberna. Y dijo que, prohibido totalmente entrar a su casa bebida o comida. ¡Más que prohibido! Pero una de las viajeras no dudó en no hacerle ni puñetero caso y sacó su bocata. El tabernero aceleró su cólera, comenzó a gritar y a lanzar improperios. De su boca salieron sapos, culebras, y mucha violencia. Alto, enjuto, con pasamontañas, gorra y mascarilla. Y se oyó un tremendo ruido que impactó a tod@s. Golpeó el bestia con sus puños una mesa, y el impacto hizo que derribara una botella que en la mesa descansaba. Y cagándose en todo, tapó su emocionalidad desapareciendo de allí y metiéndose en un cuarto interior. No se vio capaz de defenderse y se sintió vulnerable. Le preguntamos a la camarera, y nos dijo que era el jefe. El puto amo. Yo, pedí un bocata de jamón y queso, y francamente gocé de su sabor. Estaba bastante bueno, lo junté con un refresco de limón, y mi único pensamiento estaba en llegar con suficiencia energética al punto de destino. ¡Al Norte! Y en los mapas indicaba que habían más de setecientos kilómetros por cubrir yendo por carretera. Como para no alimentarse y avituallar ...
De vuelta al bus, me di cuenta de que la distancia entre los asientos no era precisamente confortable. Y que esa circunstancia de cargar las corvas de las piernas y su efecto postural, iba a ser un hándicap. Pero el reto era lo más importante.
III. Nunca olvidaré al camarero del hotel campo base para las siguientes expediciones, (Liencres). Era un hombre veterano, elegante en los gestos, con una seguridad y decisión asombrosa con los platos, con gran capacidad de observación aparentemente poco de tratar, feo de cara, con buena voz, enérgico e infatigable, y sirviéndonos un garrón con judías que era cosa de vencer o morir. Lo que está claro es que no era un plato con el que te concilias de inmediato. Llegué a temer que el sabor se pareciese demasiado a un material a desechar que a otra cosa. Todo era cuestión de fe. Y de ganas de aventura.
Al veterano camarero le asistía una joven moza, con poca sonrisa para la galería y a la que se le notaba que tenía un trabajo. Y hoy en día, tener un curro no es para estar del todo triste. La comprendo perfectamente. El veterano camarero, siempre será para mí un misterio. Porque seguramente aún siendo su amigo, ha de seguir siéndolo. Mi veredicto esotérico se lo referí con ironía a un compañero de expedición: "éste, seguro que es soltero, apañado y de Bilbao. Pero él, lo negará ..."
Antes de referirme a Santillana del Mar y a nuestra guía desde Valencia del viaje y Agencia, quiero destacar la maravilla que nunca se me olvidará: la Costa Cantábrica y su impresionante belleza. ¡Dios mío! ¡Visitad éso, antes de que os lo casquen por la tele! Estoy por decir que fue lo más hermoso que pude ver.
A nuestra guía le apasiona la Historia. Y, hablar. Su voz es suave, y se recrea hablando y hablando. Le encantan, chiflan, los elementos históricos y religiosos, y los otros bastante menos. Donde estén para ella los Conventos, Catedrales, Colegiatas y demás cosas así, que se quite lo demás. Es como si huyera del tiempo de hoy. Y no parece tanto tratarse de esto. Existe en ella en mi opinión una contradicción interior que se llama escepticismo hacia las costumbres contemporáneas que propone la Modernidad. Cosa que siempre negará.
IV. De Santillana del Mar, recuerdo su Colegiata, que fue el único día que nos llovió, que la calzada romana era más que peligrosa para las cómodas zapatillas que yo llevaba, y el tremendo cansancio del viaje. Y con astucia me alejé de allí huyendo de un chaparrón y poniéndome a salvo. Coqueto súper de pueblo. Como una de esas tiendas familiares de los años sesenta o setenta. Maja la dependienta.
Nuevo madrugón. Viajar así es un método novedoso de adelgazar. ¡Todo a toda mecha! Por delante: ¡un poco de Oviedo y otro de Gijón! A repartir. Ah, y una guía local con bastante ideología evidente y con una contundente seguridad. Calzaba unos botines llamativos. Se llama Rosa, y afirmó que un día fue golpeada por decir la verdad. Y que, desde ese día su relato se volvió opaco y estratega. De emocionalidades, ¡se acabó la concesión excesiva! ...
La citada Rosa, nos mostró Oviedo desde el autobús, para que pudiesen cundirle sus explicaciones. Hizo trabajar duro al chófer, y nos dijo que aquello era una ciudad de funcionarios, administrativos, y trabajadores de este perfil. Como un lugar de trabajo laboral, el cual decae al llegar el finde. Mencionó a Rodrigo Rato y a muchos de sus predecesores. Mucho dinero. Pero yo siempre recordaré la voz segura y decidida de Rosa. Y su mirada, entre incisiva y defensiva.
Por la tarde, continuó por la hermosa Gijón, que comparte el nombre de su Estadio de fútbol de El Molinón con el de Enrique Castro, "Quini". La guía se lanzó en tromba cuando visitamos la Universidad Laboral. Me impresionó aquel lugar tan enorme, desmesurado y a la vez, vacío. Si aquello era una Universidad, ¿en dónde estarían los alumnos? Nunca obtuve una respuesta tajante al respecto. Lo cual me hizo especular que la opacidad de la guía Rosa se potenció ante los misterios opinativos e inconcretos. Y también intuí que la agresión que padeció, debió producirse en aquel más que espacioso escenario.
Insisto. Lo mejor fue el mar. ¡Dios, qué maravilla! Esa Costa te deja hechizado, diferente, te hace marino en sueños, te lleva a buscar islotes imposibles y a dejar de ser marinero de agua dulce. Porque Cantabria, Asturias, y toda la Costa, no son más que bellos siervos de ese Cantábrico fastuoso y magno, cuyas mareas se exhiben, y cuyo litoral es más goloso que un bombón de Rocher. El mar, te gana. Te rompe a feliz, te mete en la burbuja de la expectación, y sueñas con perderte con una mujer con ese dulce y abrupto panorama. Magia inolvidable en estado puro. Sé que nunca lo podré olvidar. Si algún día puedo, iré por mi cuenta para escudriñar casi todos sus misterios, entre rías, ríos, desembocaduras, pescaderos, cosa náutico/turística, verde monte que penetra y es penetrado por el agua vida, y todo ese universo singular que me ha desnudado y cautivado. ¡Ojalá pueda volver a ese lugar! ...
V. Más madrugones. Y nuevas guías. Santander es la playa y la residencia de descanso de mucha gente de los diferentes pueblos de España. Si tienes dinero, este lugar puede ser un remedio para combatir el calor africano e insoportable del resto de la Piel de Toro.
Y vuelvo ahora con la guía de Santander. Montañesa y casi montaraz. Decidida, joven con arrugas ya, cortante, y agradecida con quienes le hacían caso. Nos habló de Botín y ancestros. De la gran burguesía, pero poco de la playa y del río de vida de su interior.
Surrealismo. Veréis. Puso a nuestra disposición un trenecito turístico para llegar al mítico e institucional Palacio de la Magdalena, residencia veraniega de la Monarquía junto a Palma, y que sirve para ver el legado del mago nacido en Pedreña Severiano Ballesteros, y sus tremendos terrenos pegados al mar y a la práctica del verde golf. Toda una gozada patear con un palo en este sitio una pequeña bola.
Como el tren. El trenecito era pequeño y rojo. Pero, suficiente. Había truco. Un caramelito que supo a poco. El tren de la "bruja" nos dejó en la misma puerta del Palacio de la Magdalena. Sonaba bien. A cosa de reyes, lujo y veranazo. Pero, sí. Esta vez este trenecito fue juguetón y rácano. La guía seria y experimentada santanderina, nos dijo que de bajarnos del tren, nada. Que, media vuelta y para la ciudad de nuevo. Cuando el pastel es atractivo y te lo sacan de la boca, cerca ya del mordisco final, te llevas el chasco y te jodes. Lo dejaré para una nueva asignatura pendiente. Para otro viaje. Quizás, para otra reencarnación ...
Todo esto es fiesta. Fiesta de mili apresurada, pero viaje festivo a fin de cuentas. Nueva jornada que pintaba bien. Su nombre, Bilbao. El Bocho. La ciudad del eterno Athletic de Bilbao. ¡Al Guggenheim para solo unos veinte minutos de hacer fotos ...! Lo demás fue mi sensación de que ponía mis pies sobre un lugar trabajador, industrial y noble. Espléndidos paseos cuando el bus,-que nos ocultó el templo futbolístico-, nos descubrió largos y bellos paseos a ambos lados del río Nervión el cual parte la ciudad capital vasca. Un casco urbano muy parecido al de mi ciudad, con turistas, bares y tiendas de souvenirs por doquier. Pero la fuerza de Bilbao es su gente, sus taskas y sus pintxos, y sus kaleas llenas de rótulos llenos de motivos artesanales. Una ciudad siempre humana y especial. Un lugar realmente hermoso para ser visitado, incluso casi más bello que sus montes, caseríos o su trajín marítimo. Y decidí esperar al autobús, en un tranquilo bar, y sintiéndome el protagonista de un sereno rodaje en libertad, tomándome un recreativo poleo y mirando con respeto a ambos lados. Era y es una espléndida terraza en la calle, en invierno y a veintiún grados. Realmente difícil de superar este alarde. Para mí, inolvidable, aunque el dueño no tuviese el RH positivo, sino el dulzón acento del Caribe. La necesidad, obra milagros. Después, dos horas más y hacia el campo base santanderina de Liencres. Pero no fueron realmente dos horas más aunque suene a contradicción. Porque la guía es un portento de energía. No paró de hablar de cosas en esos ciento veinte minutos. Se lo agradecí a mi manera. Porque, cansado, me quedé dormido como un lirón,-creo que ronqué-, y cuando desperté nuestra guía seguía haciendo ostentación de suavidad y buen recorrido. Era realmente cierto. Dos horas de parloteo sereno son como una especie de yoga que el cansancio convierte en oportuno malestar. De ahí mi corte de mangas y de sueño. Un poco más, y me llego a la comida, dormido y sin ganas de yantar. Y a pesar de que las gastronomía del hotel no era la mejor, yo os digo que me lo comí todo.
A las cinco de la tarde y como apresurados toreros, ya estábamos en el bus camino de Torrelavega. Un lugar coqueto en sábado festivo, y con mucha marcha y mucho ambiente. Es el segundo pueblo de Cantabria. Muy histórico, bien construído, original, guerrero y bello de ver. Y con unas pastelerías que llevan al buen ánimo. De modo que me zampé un dulce llamado "emparedado", que lleva hojaldre y crema. Espléndido sabor para un goloso como yo al que todo lo dulce me sobrepasa. ¡Delicioso! ...
El último día,-ya camino de Valencia-, paseamos por la histórica tierra natal del simpar actor Paco Martínez Soria: Tarazona. Comimos bien en un sitio modesto. La pela es la pela, allá a donde vayas. Espléndidas juderías y fastuosos monumentos históricos. Ni un metro plano. Todo subidas y bajadas. Hermoso y exigente.
VI. Entre cronologías, se coló un tiempo para nuestro infante corazón. En la cántabra Cabárceno hay algo que no te esperas y que los niños siempre deben ver. Disneylandia en el Norte. Nunca se me olvidará que soy un niño eterno. ¡Niños, nunca os perdáis una visita al Parque Natural de Cabárceno!... Me hinché a fotos. Muchas horas después, no sé si eso era un zoo, una excusa, África en el Cantábrico, o si hacer fotos a leones, osos, gorilas, jirafas o cebras y elefantes, es patológicamente compulsivo o social. No sé nada, salvo que salió mi sonrisa eterna de niño interior. Casi me cargo el móvil a instantáneas. Allí hay hasta un lugar que está lleno de las serpientes más hermosas y peligrosas. Y, suavizamos, con una exhibición de aves rapaces, en donde las águilas hacían picadas sobre carroñas preparadas por los chic@s del Parque, y raseaban sobre nuestras cabezas con respeto, obediencia y profunda elegancia. Había en las gradas un nene con sus jóvenes papás que no paró de llorar de susto durante todo el evento. Quizás, porque los más sabios que hay, siempre serán los niños peques. ¡Fijo!
VII. Tantos viajes tienen un fin. Partimos con el último madrugón y las maletas duras e impolutas en el sótano del bus. ¡Oh, que sentimientos más encontrados! Ganas de volver a casa, y a la vez, deseos de viajar y sin contracturas maratonianas en el cuerpo los trescientos sesenta y cinco días de un año no bisiesto. Viajar aquí, es un modo alternativo para rebajar el peso. Viene a ser como un stage de pretemporada de un equipo Champions. Los más fuertes se rehacen y logran su objetivo. Y el cansancio ya no duele. Solo huele a sana colonia.
Mas el viaje hacia uno mismo, hacia mí, no puede entenderse bien si no te fijas y te influyes por la compañía. Heterogénea, versátil, acostumbrados, correctos y obedientes.
Predominaron los mayores. Los veteranos de las excursiones, los cuales saben perfectamente lo que deberán hacer. Mayoritariamente, obedecer, e idolatrar a nuestra valenciana guía. Para ell@s es alguien más de su familia aunque sepa a exageración. Una familia real.
Y también otro tipo de gente. Una pareja de argentinos pusieron la nota del acento diverso. Ella y él, altos y críticos. Jubilados e inconformistas. Confesaron vivir ya mucho tiempo en mi país. Y no hicieron demasiados nuevos amigos.
Otra pareja, aparentemente bien diferentes sus dos miembros. Él, tranquilote y bastante campechano. Ella, pija y con cuerpo bonito. Con poca capacidad de asumir que se hace mayor aunque tenga unos hermosos ojos. Se pasó media excursión quejándose de su pierna, pero no hizo nada para que le atendieran en su lesión. Demasiado orgullo.
Obedientes. Todos, bien obedientes. Una mujer fumadora, se quitó constantemente la mascarilla y luchó por ella contra ella misma. Se la vio peleona y a la vez haciéndose esfuerzos para contenerse. Y, lo logró.
Mallas bonitas y ajustadas en una tal Lydia. Coqueta y todo el tiempo con melena al viento y taconazos. Asumiendo errores de pareja, y con oral propósito de enmienda. Guapa y con carácter.
Y casi finalmente, una mujer sin edad que habla constantemente mi idioma valenciano. Fue mi referencia amable de la excursión, por su naturalidad y aceptación. Bajita y decidida. Libre como un conejo. Con ganas, en cuanto pudiera, de ir a su aire. Supo estar y llevarse con todo el mundo. Una máquina un tanto tímida de tomar decisiones. Fuerte y enérgica como una roca. Para ella, el mundo no tiene fronteras. ¡Gracias, xiqueta! ...
El viaje era todo esto último para mí. Un maravilloso reto social. Porque soy social, aunque especial y nada fácil. Creo que pasé bien la nota. Y llegué muy satisfecho hacia mí y hacia las cosas en cuanto pude descansar y reflexionar con dicho descanso, ya en el sillón de mi casa.
-EL VIAJE SIEMPRE VALE LA PENA-
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