Sorprende el vigor irreductible de este rastrillo valenciano, el cual está ubicado al lado mismo del Estadio de Mestalla ocupando un gran párking de coches. Están todas las mañanas de domingos y festivos.
Acudir es una experiencia casi antropológica. No es de uso habitual ver una cosa así. Me pareció volver a otro tiempo que ya no parece existir. Y desde luego, lo mejor es el paisaje humano que se percibe e intuye.
Nada de tiendas de marca, o de olor a pijos, o de modernidades en la comercialización. Es casi un trueque. Un lugar en donde no hay diferencias excesivas entre las clases sociales de vendedores y compradores.
Es un mundo tradicional, de desesperación, de magia imposible, de búsqueda de las raíces quebradas o esquilmadas; un mundo en exclusión y que late conmovido en la supervivencia.
Diferentes etnias, distintos ojos para ver el mundo, gente que se quedó atrás, personas que encuentran en el gentío un consuelo para su soledad, árabes, subsaharianos, sudamericanos, calés, y todo aquello que se minusvalora y aparca.
¿Lo que ofrecen? Sueños. Quizás sueños rotos, pero sueños al fin y a la postre. Allí en el rastro de Mestalla hay peligro y riesgo como en la vida, y echados para adelante, y productos tiernos que en el fondo no son exclusivos de nadie, incluyendo al capitalismo.
Lo mejor del rastro, lo que destaca, lo que vibra desde su aparente posición menor, es la gente. Guitarras españolas, España cañí, radios antiguas, transistores, juegos de camas, pinturas, arte, pilas, y cosas libres e imposibles. Se vende necesidad y ocasión, y los rostros de los vendedores se quedan y asientan en el orgullo escondiendo bien pocas cartas.
Los compradores, buscan entre el género. Necesitan seguir con la mirada las gangas de una hipotética lotería que alivie sus bolsillos y hasta que les devuelva a la adolescencia y a la niñez.
Es triste la menoridad. Pero también real en extremo, y yo me quedo con esa realidad sin postureos. Este mercado puede crear rechazo y también adicción. Y costumbre, y atrevimientos, y unión de culturas y serenidad. El mercado puede unir mucho más de lo que creemos siempre que sus agentes no tengan grandes diferencias económicas entre sí.
Fue apasionante volver a los años cincuenta o sesenta, o contemplar cómo dormitaba un hombre negro aprovechando un espacio de sombra, o cómo alguien acompañado de una pareja de policías afirmaba que ahí había un objeto suyo robado.
Me envolvió una bonita nostalgia. Sí. Es un mundo y unas personas que existen, que no tienen temor, que más cornás da el hambre, decididos a sacarse unas perras y a reivindicarse social y presencialmente a pesar del gran rechazo y del gran aparcamiento de sus realidades. Nunca ahí hallarás nada burgués.
Ya de regreso me acerqué a la parada de los autobuses urbanos. La gente se tomaba las demoras con muchas calma, sin enfados ni estreses excesivos. El mercado eran ellos, y los de siempre, y el sosiego necesario, y una forma de ser que ahí va a permanecer, y que aunque huela a caducidad todavía hoy por hoy se mantiene.
A pesar del calor y los fríos, las lluvias y los vientos, y de todas las dificultades, hay un corazón que todavía tiene la obligación de bombear vida y deseos. Y de esa necesidad se hace cita y hasta institución animada y ruidosa.
-TIERNO Y REAL-
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