Juanita. Valladolid. Una de las mejores mercerías. Un tiempo que existió. Un mundo especial y vetado a la masculinidad. La mercería era mujer. Y abundante. Cosa de mujeres. Apasionantes los diálogos entre las merceras y las clientas. Las modistillas. La seda. La prenda femenina. La costura. La relación cotidiana y hasta íntima entre mujeres que desearon renovar sus prendas y su imagen sin que muchos cotillas pudieran poner la oreja.
La cliente no solo le pedía a Juanita elementos y trabajos de encajes y costuras de su mundo condicionado, sino que a veces hasta se hablaba de amor. Sí. De novios, de atracciones, de señores, de conveniencias, de consejos sentimentales o hasta de recetas de cocina.
La mercería fue mucho más que un tiempo de comercio entre mujeres. La mercería atrapaba la sensibilidad de los varones, era como una Gran Superficie pero en pequeño, en donde ordenados los cajones, había de todo. De todísimo. Agujas, dedales, ovillos, botones, tejidos, encargos, más costuras, medias íntimas y de escándalo disimulante, pedidos, tiempos de charleta, sonrisas cómplices y comprensivas, complicidad, profesionalidad, calor, satisfacción, bienestar, radionovela, cotilleo, rubores y franquezas. También lesbos.
Juanita, la mercera, ya ha asumido que el mundo es otro. Y que adiós a los portaligas, a los ligueros, a las manualidades, a las orlas excesivas, y a esa femineidad popular de glamour que hoy ya no se demanda y que se repliega para no volver.
La Gran Superficie se ha comido a la mercería. Apenas está en casa la cajita con sus ovillos, o aquellos dedales defensivos para los dedos y tan llamativos y hasta extraños a la vez.
La mercería destilaba femineidad. Ternura, y hasta tabú. Juanita recuerda más pecados femeninos que el cura del barrio. Porque allí, con poco espacio y toda la magia, las ya abuelas de las chicas de hoy sacaban el revoloteo de sus hormonas y feromonas, y se confesaban. Se confesaban mucho a la mercera. A Juanita.
De todo. La psicología femenina para las distancias cortas también es seda y suavidad, profundidad, fantasía y risa púber o deseosa. La mocita que se sentía mujer, se ponía ruborizada, pero tenía las ideas claras. Quería algo que la hiciese atractiva y que pudiese agradar a la grey varonil.
La mercería era como una segunda peluquería,-ahora de la ropa-, y en donde la señora de toda edad se abría y se daba a conocer a través de sus compras y pedidos. Sí. Había mirones en las proximidades de las mercerías. Porque la represión era potente y los espacios reducidos. Los tíos, disimulaban ...
La chica, la mujer, la sorpresa, no iban a estar con el serio y sesudo cura de la Iglesia cercana. A un cura, una chica no podía confiarle sus aspiraciones y sus deseos fervientes y reales. Porque entonces una mujer era el pecado, el problema, la tentación, la de no molestar y estar en casa, la de la pata quebrada, la que nunca sabría mandar, o la que no importaba demasiado que estudiara y se formara. ¿Para qué? ...
La mujer debía tocar a la puerta del azar, y encontrar un pleno acierto en el hombre que depositaba la ternura de sus ojazos. Debía ser contenida, hablar bajo, vestir tapada, contener su humano deseo, renunciar al éxito de las heróicas divas que llamaban guarras, y su tiempo menor era disimular mucho, escuchar a la radiofónica "Señora Francis" que era un hombre, y tener mucho cuidado en no llamar la atención. ¡Ni para bien! ...
La mercería podía salir a su rescate. Todo solo podía parecer un trabajo, la voz podía ser realmente femenina y hasta para mal. Pero allí adentro había el oxígeno de aquel tiempo, rebeldía contra la resignación, risitas pudibundas, y hasta señorongas decididas a pescar al primer incauto que pudieran pillar. Me da igual que la mercería apenas resista ya el imperio evolutivo del tiempo.
Y sé que en las mercerías hubo sueños y esperanzas, y cuajaron algunas ilusiones femeninas, y la mujer soñó con su chico de la película, y también igualmente con que se movía y daba rienda suelta a una especie de Noche de Reyes. La mercería fue un frasquito de vida, como lo es un kiosko, o una posada anónima en una carretera, o como la nostalgia de una mágica estación de un tren que ya no pasa. Pero que en tiempos lo cogió Penélope para no volver.
-QUE DIRÍA EL MAESTRO SERRAT. -
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