Siento un desagrado extraño cuando veo la persiana de metal absolutamente bajada. La del horno. La de mi horno de toda la vida que me vio crecer. Porque ya es Septiembre, y esa persiana debería ser y estar ya levantada y vital. Vida. Vida, y ...
Lo sospechaba. Mi horno era una familia. Un modesto horno artesanal y entrañable. Una familia que allí trabajaba, que eran los dueños de ahí, que con su ternura activa sorprendían a los modernos de pacotilla que hoy turistean y malpueblan mi barriada olvidada hacia la especulación y el olvido. Me extrañaba que no me abrieran,¡coño! ¡Oh, mi calle Borrull de Valencia lo que fue!¡La calle de las tiendas y de los pequeños comercios!, ¡qué nos ha pasado! ...
El señor Salvador era el motor del horno. De madrugada se ponía a trabajar para que a primera hora estuviesen los panes. Los panes de sus clientes habituales. Como mi abuela, o mi madre, o ahora yo mismo. Nos guardaban para nosotros las barras del pan.
El señor Salvador tenía a su mujer María Jesús como mano derecha. Él, valencianohablante, se había casado con una mujer manchega y con ese encanto dulce, suave, y atento de las gentes sencillas. La señora María Jesús mimaba a sus clientes y a quienes no lo eran. El horno era barato, y por eso lamaba la atención a quien no conocía a esa familia, tanta atención y bien hacer. Y una de las cosas que más sorprendía era el mimo como filosofía de elaboración que nos hacía golosos a tod@s. ¡Ojo a aquellos pasteles de calabaza, o a las más que sabrosas magdalenas que yo les compraba! ¡Caprice de dieux, creédme! Elaborado todo con una sabiduría y eficacia de implicación. Horno vocacional, en el que sus componentes amaban lo que hacían, y el horno no era nunca un modus recurrente menor.
Ser hornero es muy duro. Y ser un hornero familiar, todavía más. Y un día el señor Salvador empezó a tener problemas de obesidad, corazón y artrosis, y poco a poco lo fue dejando. No podía más.
Pero su mujer seguía ahí en la brecha y suplía muy bien las ausencias. Demasiado bien. Y el horno continuaba teniendo el encanto y la eficacia habituales.
Me sorprendió ver cómo la señora María Jesús empezaba a no estar en el horno. Eso no era normal. Se puso muy delicada de salud y se amontonó la faena.
Una de sus hijas, se afanó hasta la extenuación y conservó bien el horno, compaginándolo con sus maternidades y con su familia de auxilio y arrope. En los últimos tiempos, notaba a la chica estresada y como preocupada.
Ahora ya sé que el horno familiar, ha muerto. Poco a poco nos lo irán comunicando en breve a todos los clientes de toda la vida como yo mismo.
Se certifica el final temido. Una baja más de ese pequeño comercio tan injustamente valorado y tratado por tod@s. Parece que la causa final tiene que ver con las licencias renovadas y las máquinas nuevas a incorporar y que hacían triste y desaconsejablemente la continuidad. No hay pelas para nuevas máquinas o nuevas inversiones. El mundo es otro, inabordable, castigado por los peces grandes que devoran a los chicos, y la realidad vence al deseo imposible.
Mi barriada es el olvido. El horno del señor Salvador y de la señora María Jesús, ya es historia. Desaparece. Como esa irremediabilidad fatal que se impone.
Pero nunca,en mi disco duro personal. Siempre estarán aquellos recuerdos y aromas personales y míos que tenían lugar cuando yo entraba en esa entrañable planta baja. Desaparece aparentemente lo que nunca cederá, que es mi ternura y mi eterno agradecimento. Les quise y les quiero mucho.
-YO TAMBIÉN SOY UN POCO EL HORNO-
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