Mi madre habló con un primo segundo que tenía en un almacén de lámparas en Xirivella/"Chirivella", y le pidió que me enchufara. No en Montserrat, -en donde estaba su Fundación de Metales no férreos-, sino en el almacén con su despacho de dirección.
Yo, no entendía nada. No me interesaba nada. La nada y yo éramos una cosa muy similar. A pesar de sacaba unas notas más que destacadas en mi Instituto Luis Vives, ¿me proponía mi madre meterme en un almacén sin futuro? ...
Y lo jodido, es que podía tener toda la razón del mundo. No me sentía capaz de concentrarme delante de un libro, no teníamos en casa dinero, y ¡había que trabajar, coño! ... ¿Podía ser todo un razonamiento impecable? ...
¿Dónde estaba yo? En el sueño. No quería saber nada de nadie. Ni mucho menos, de mí mismo. Había una confusa lucha de lógicas. Tan válida podía ser mi posición de ostracismo social, como la idea de ponerme a trabajar ...
¿Trabajar?, ¿por qué trabajar?, ¿para qué? El dinero me importaba un pito, todo me daba miedo, mis padres y mi extraña familia no me podían comprender y no me ayudaban ni orientaban, y ...
Solo trataba de que el mundo no se me comiera, que las pastillas de un estúpido psiquiatra no me anulasen, o que llegara el sábado para hacer deportes y sobre todo para que en esas sabatinas tardes pudiese ver todo el deporte que me gustaba y que hacían por la tele. Ni amigos, ni amigas, ni ganas de salir, ni ganas de comprarme una cadena musical, ni de viajar, ni de sacarme el carné de conducir, ni nada. Vuelvo a la nada. Al sueño negativo y al dolor. A la incomprensión. A la ignorancia de aquellos médicos pastilleros franquistas, a la no realidad por mi miedo. Miedo a todo. Miedo a formar parte del mundo. Miedo a que se burlaran de mí. Miedo misterioso pero mucho más que real. Dolor en el alma. Parón vital. Golpetazos brutales que siempre eran invisibles. Y desaparición absoluta de mi sonrisa. Es como si tuviera la lucidez de estar decepcionado con el mundo. Empezando por uno mismo. Por mí.
El tiempo, pasa. No se para a reflexionar demasiado. Y mientras yo recordaba embobado las dulces explicaciones de mi profesora doña Ana del Instituto Luis Vives, sito en las primeras sillas que determinaban la brillantez de mis notas, va y me veo a las ocho de la mañana esperando a mi jefe/tío Ramón el del almacén y despacho de "Chirivella"/Xirivella.
Un cambio, de abismo. El brillante estudiante caía en la dinámica de un almacén menor. Mi enfado contra todo y contra todos, era horrible. Pero más horrible aún suponía aparentar agradecimientos. ¡Iba a trabajar y todo! ...
¡¡Mierda!! ¡¡Todo fue mierda!! En mi estado, solo podía interpretarlo de esa manera. Todos eran unos traidores y unos hijos de su madre. Mi madre, una burra por llevarme a aquel sitio. Y ... Y... Y ... ¡Todo mierda! ...
Nunca quise hablar con mis compañeros, salvo lo justo y ni eso. Por lo que me gané pronto su enemistad. Y la antipatía de todo el mundo. De los de la oficina, de los trabajadores del bar cutre donde íbamos a almorzar allá a las diez, y de todos los mil etcéteras del mundo y de la Galaxia infinita.
Mi jefe, el tío Ramón, era muy zoquete. Conservador, franquista hasta las trancas, egoísta, e indiferente ante los apuros de los obreros. A mí no me hacía ni caso y todo era hipocresía. Se había casado con una mujer que tenía mucho dinero, y solo por ese motivo y por las habilidades de la secretaria Carmen, la empresa iba aguantando. Hoy en día, esa empresa todavía existe.
En medio del malestar, comencé a sacar toda mi fortaleza física que era genética. Mis progenitores y tíos que nunca nos visitaron, eran unas personas grandotas y con una enorme fortaleza. Mi padre, era un tarzán.
Sí y sí. "Chirivella"/Xirivella. Todo aquel vivir mío extraño, era una hez, una oscuridad, un vacío, un dolor brutal. Pura rutina. Me importaba un pito que me pagaran y en mano todos los meses. Y el último día de la semana, al empezar el finde yo salía del almacén como en un acto de protesta, me sentaba en uno de los banquitos de un coqueto jardín enfrente del almacén, y permanecía en silencio. Era como una forma de protestar ante la situación mía y sentida de injusticia y de incomprensión. Pero nadie se detenía ante ese detalle, y yo seguía pasando con ternura y oscuridad, totalmente desapercibido. Cuando me daba, me levantaba, cogía el autobús y me marchaba a casa para no salir de ella en todo el fin de semana.
Xirivella/"Chirivella". Aún no me cae bien este pueblo. Será difícil que cambien mis sensaciones. Ahí están muchos años que se fueron definitivamente a la basura de la derrota. Es lo que hay. ¡Lo que fue! ...
Entre tanto dolor, solo habían algunos momentos de relax. Los que pasaba con Progreso Daudí. Sé su nombre porque me lo dijo él. Tenía un taller, y cuando andaba mal de trabajo venía al almacén, y con un carrito de mano, Progreso y yo cargábamos aquellas cajas de plástico duro que contenían elementos de lámparas, y nos íbamos a su casa.
Hablábamos en valenciano. Progreso siempre me sonreía. Siempre me tuvo respeto a pesar de que yo estaba en aquel infierno personal. Progreso era un hombre humano y tranquilo. Hijo de una cantante de música popular valenciana, y creo que llegó a ser segundo clasificado en la Vuelta Ciclista a Levante.
¡Siempre! ¡Lo de Progreso fue siempre! ... Con su sonrisa y con su charla, era capaz de distraerme de los problemas de mi dolor, y yo no sabía qué hacer o qué opinar de él al principio de conocerle.
Progreso se me fue ganando. Y su sonrisa significaba: "oye, venga, no estés triste que la vida es más que tu dolor, que tú eres una persona inteligente y que yo te aprecio, ¡joder! ¡Tranquilo!" ...
Ese era realmente el significado riguroso de su tranquila y animosa sonrisa hacia mí. Me comprendiera o dejara de comprenderme, Progreso se ganaba mi aprecio. Yo le caía bien. Y él a mí. Yo le quise mucho, porque además en medio de aquellos nubarrones su sonrisa era oxígeno, sedación y normalidad. ¡¡Por fin algo, coño!! ...
Nunca pude ser feliz en aquel aciago almacén. Y un día me cansé y me fui de allí para no volver. Mas, de vez en cuando, yo iba a ver al bueno de Progreso. No lo había pasado bien en la vida, era un luchador, ¡y me había serenado con su sonrisa! ...
Hace poco alguien me dijo que Progreso había fallecido hacía un año. Yo, me esperaba ese óbito, y más tras la pandemia y que Progreso estaba delicado del estómago y necesitaba una bolsa exterior para orinar. ¡Nunca olvidaré a Progreso Daudí! Sin estudios, sin conocimientos técnicos, Progreso me entendió, cosa que ni los médicos pastilleros, ni mi familia, ni el facha de mi tío/jefe Ramón nunca lograron.
Lo que tenía Progreso era sensibilidad, percepción del dolor ajeno, intuición, compasión y alegría interior que me propagaba y regalaba cuando coincidíamos por los asuntos del trabajo. Yo, entraba en su casa y Progreso me dejaba ver el Tour de Francia. Estaba maravillado. Me decía que Induráin era lo más grande que había visto nunca. Y añadía al acabar la etapa:
- "¿Es que no ves que está entero mientras los demás tosen?" ...
LA TERNURA DE SU RECUERDO SIEMPRE ME ACOMPAÑARÁ.
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