Una salva tradicional y de pólvora, trató de poner punto final a mis pensamientos. La señal del inicio. Mi primer marathón, había dado comienzo.
Asustado, salí tan levemente como pude. Reteniéndome. Estaba dentro del temor. Podía pasar que me quedara sin fuerzas en seguida, y decidí unirme a los más rezagados. Así, estuve conteniendo mi ritmo hasta allá el kilómetro veinte, ya a la altura de la pedanía de Castellar.
Entonces, un cálculo engañoso se me vino a la mente. Pensé que si en dos decenas de kilómetros andaba fácil y sin el más mínimo de los problemas, ¿qué demonios hacía corriendo con tanta absurda precacución?, ¿qué hacía tan atrás? Total, solo faltaba ya poco más de medio marathón. Parecía pues, pan comido.
Así es, que pensado y hecho. Aceleré. Y me puse,-y dentro de mi bisoña euforia-, a ir superando y superando corredores. La felicidad me embargaba. Mi primer marathón,parecía estar saliéndome a las mil maravillas. Pero, las cosas, no iban desde luego a resultarme tan fáciles como pensaba.
Porque, en plena euforia, y al llegar al kilómetro treinta y uno, empecé a notar una pequeña y extraña sensación. Sí. Al principio, era o semejaba una cosa fugaz e intrascendente. Pero, un kilómetro más tarde, es decir, en el treinta y dos, sentía atónito que no me respondían las fuerzas. Fue todo tan súbito como inesperado. El desfallecimiento fue tan palmario, que me vi en la necesidad de tener que dejar de trotar. Me sentía sin la menor fuerza para correr ...
De modo, que pensé que sería circunstancial, que caminaría algunos metros, me recuperaría, y volvería de nuevo a mi correr entusiasta. Solo un optimista propósito. Podía caminar, casi desde la inercia, pero si se me ocurría ponerme a trotar, era todo inútil. ¡Increíble! ...
No me preguntéis qué pasó desde el kilómetro treinta y dos, hasta el cuarenta. Sinceramente, no lo sé. Si siquiera recuerdo bien, que en la cabeza solo tenía la tenaz idea de no abandonar, o que mi único foco de pensamiento era el de llegar finalmente a la meta. Un misterio velado.
Una vez en el kilómetro cuarenta, vi por fin algo la luz. Aquello ya era el río Turia, y por lo tanto, el Paseo de la Alameda andaba cerca. Vi a un corredor que trotaba despacio, y le pedí que me dejara ir a su estela. Mas se negó, porque decía que también él andaba con las reservas del oxígeno bien justas.
Enfadado, decidí no contestarle, y la inercia me llevó a cuatrocientos metros de la raya final. Y, hastiado, y con enormes deseos de finalizar de una vez, solté un sostenido sprint de unos trescientos metros, hasta que mis pies traspasaron la maravillosa línea de la meta final. Ni yo me lo creía. ¡Aquéllo, eran los ángeles y sus canciones! ...
El director médico de carrera, preocupado, me ordenó que no me detuviese bruscamente tras la meta. Finalmente, debió verme reaccionar bien, y me dejó en paz. A pesar de la tremenda pájara, había logrado bajar de cuatro horas. ¡Todo un éxito!
-JAMÁS HE SUFRIDO TANTO EN MI VIDA-
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