La gran tormenta, hacía de las suyas en medio de la ciudad abierta y auténtica. Real. La mayoría de los ciudadanos, tomaban las lógicas precauciones. Era una tormenta de rayos, viento, agua endemoniadamente persistente, y el frío atería los cuerpos humanos abrigados, los cuales se defendían corajuda pero sin demasiada efectividad de la espantosa amenaza.
Todo podía venirse abajo en cualquier momento. La lluvia y el viento, estaban convirtiendo el panorama y la situación en general, en una tesitura frágil y vulnerable a la ciudad, elevando a la gran lesitud de las gentes en un momumento regio y dominador. En un terrible obstáculo satánico, que bordeaba evidentemente los pasos de la letal muerte. Nadie estaba a salvo.
Absolutamente, nadie. Pero James Squt, no veía las cosas así. En absoluto. Ni veía la tormenta, ni el peligro de muerte, ni la fragilidad de los cimientos y estructuras, delante del gran avatar del infortunio en forma de terribles meteoros. Su inconsistencia, era más que asombrosa.
Apostado en el interior de su casa desordenada, Squt acababa de firmar de su puño y letra un papel que le exoneraba delante de las autoridades, de responsabilidad. Es decir, que si algo sucedía, el ayuntamiento no sería ya el responsable de cuanto pudiera ocurrirle al extraño sujeto.
Squt se metió en su habitación, y cerró la puerta con energía. Y a continuación se sentó en un cómodo sillón, y se dispuso a ver la televisión. Con el mando entre las manos, Squt hacía zapping en busca del programa que más placer le pudiera producir.
En cuanto sintonizaba un canal en el que se daban noticias de la asustante noticia referente a la tempestad que afectaba a su ciudad, el hombre pasaba rápidamente a otro canal. No le interesaba en absoluto la realidad, que por otra parte era para él, peliaguda.
La orden era clara. Las autoridades habían decidido que nadie se quedara, que obedecieran con sensatez la orden de masiva evacuación, y que si aún así deseaban quedarse, que no saliesen de sus casas, que tomaran pilas para la radio, y que sus frogríficos estuvieran llenos de víveres, para poder resistir el efecto de aquel clima absolutamente desfavorable.
Mas en la casa de James Squt, no habían previsiones. La nevera estaba prácticamente vacía, apenas le quedaba nada para comer y beber, y de repente se fue la luz del lar, y el hombre se quedó sin poder ver la tele ni escuchar la radio.
Resignado, James se acostó y se puso a dormir. Ya era tarde, y se hallaba un tanto cansado. Lo último que haría, sería ponerse a cavilar. Éso, le agotaba de un modo realmente tremendo. Su idea, era no hacer caso a nada ni a nadie, e imaginar que no había un peligro claro, ni nada que se le pareciera.
Al siguiente día, ya no quedaba ninguna persona en la ciudad. James Squt abrió la puerta de su casa, y salió a la calle. Casi sintió un extraño alivio al no encontrar a ningún ciudadano por entre las calles anegadas, y sonrió como un niño inconsciente al ver a los coches flotando de cualquier modo sobre las aguas espantosas.
Volvió Squt a casa, y sacó una lancha. Se puso un chubasquero, y navegó con unos remos por toda la ciudad. Aquello era nuevo, distinto y hasta mágico para él. La destrucción, le importaba un carajo. Y siete horas más tarde, James Squt moría a consecuencia de un embate de las aguas sobre su lancha.
-ESTABA MÁS QUE CANTADA SU SUERTE-
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