Año Nuevo en Viena. La tradición del Musikverein. La distinción y el glamour. El regalo. Todo lo anterior, el repertorio, está bien. Es perfecto. Hay un nivel excelso, lujo y quilates, y unos maestros de los diferentes intrumentos que lo hacen prácticamente a la perfección.
Pero, falta la guinda. Porque el Concierto de Año Nuevo necesita marchar desde "El Danubio Azul" hacia el fuerte inevitable y contagioso de la gran marcha Radetzky.
¡Yo no me voy de ahí sin la marcha Radetzky! Y ahí está el mago Daniel Barenboim. Poniendo ojos de música esperada y de naturalidad. Porque los ojos de paz y regordezuelos del maestro, presiden el gran acontecimiento. ¿Qué hará esta vez el mago? ...
Siempre parece humilde. Ha de serse humilde para poder lograr ser músico alegre. Y nada más creativo a veces que el escuchar dirigirse. Y en plena complicidad y buen rollo,-el director que hace todo lo posible para sedar y pacificar conflictos bélicos-, decide mirar la música que llega. O, hacer que no es necesario que dirija nada, y que el trino del pájaro aparezca imperial y hasta inevitable.
Y la estrategia sale bien. De repente, suena toda la potencia especial de himno universal. ¡Radetzky! ¿Cómo fue? Nada. Se hizo la marcha de la música. Los chicos de la Orquesta tocan dicha pieza imprescindible de clausura. Pero Barenboim parece que está muy relajado y hasta calculadamente frivolón. Ha oído al viento Radetzky y no parece inmutarse sino alegrarse. Ya vuelan los pájaros de las melodías. Hay, de todo. Colores, texturas, verdes, rojos, azules, bellezas, palmas, sonrisas, y toda la complicidad.
El alarde de Daniel, es muy humano. Está saludando a todos y cada uno de sus amigos los músicos de la Filarmónica de Viena que le han acompañado en esta armonía de la paz. Barenboim no se va de allí en frío. Va dando la mano a unos y a otros. A todos. Quiere decirles que gracias por estar ahí, y que gracias por haberle dejado entrenar en ese especial y tradicional santuario de elegidos. Que él quería estar allí. Porque allí se está bien, y es inteligente que se esté bien, y que no hay mejor lenguaje que acompañe a una antología humana que un apretón agradecido y cordial de manos.
Sí. Se puede. Se puede hacer. Se puede hacer la paz y la esperanza. Se puede hacer la felicidad, y el placer, y el cerrar la obscenidad de la guerra televisada de Siria, y de todas las guerras y nudos del mundo.
Daniel sabe seducir y decirles a las guerras y a los conflictos que no incordien, y que el ser humano solo quiere alegría. Que eso de las guerras es un modo cavernícola de presentarse en las realidades. Y con su música y actitud, actúa sobre las conciencias y les introduce su swing especial. Como lo que ha de significar la contagiosa, sexy y pizpireta Marcha Radetzky.
La Marcha de la Paz. Ese y no otro es el sino de la música. El antídoto del mal rollo y de la violencia. Lo imbatible. Lo que nunca falla. Porque cuando eres feliz no quieres matar a nadie ni te acuerdas apenas de los enemigos raros ni de la mala leche. Éso, no está. Suena desactivado, fútil y absurdo.
Lo único que vale es la hermandad entre los corazones y los vuelos de las aves al alba con sus trinos victoriosos. Porque cuando amanece, un hombre sensible mira al cielo y se sorprende feliz. Pues pasan cosas naturales que están llenas de vida. Sucede, la vida. Pasa y está la vida. La vida que es la música. Y a eso no lo para nadie. ¿Dirigir a unas magias majestuosas que surcan el horizonte camino de la verdad? ...
Entonces Daniel Barenboim solo saluda y acompaña, y algunos le miran incrédulos y asombrados, pero él ha hecho una vez más lo que suele hacer para dejarnos con la boca abierta. Ser muy grande.
-Y LÓGICO-
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