Ahora que noto el paso del tiempo sobre mis rodillas, echo de menos el volver atrás a un lugar como el pasado, donde ya no se puede uno refugiar. La nostalgia puede ser un error.
No recuperé. Fui un excelente atleta popular, pero no sabía muy bien en dónde se hallaba la meta. Solo recuerdo cuando me quedé extrañamente maravillado al ver en la televisión cómo dos marathonianos africanos eran capaz de correr durante más de dos horas, y ser hasta felices y coherentes. Aquello era increíble y para mí, mágico ...
Sí. Me apasionaba el fondo. La larga distancia. Lo que pasa es que el fondo era cegador y caprichoso. Yo corría para alejarme lo más posible de mí mismo. Corría para tratar de evadirme de mi verdad. Porque mientras pasaban las horas, yo podía ser alguien. Aunque no supiese muy bien el qué, podía presumir de bagaje, de meritoriaje, de constancia, de pundonor, de compañías, de hobbies y hasta de extraños objetivos.
Lo malo es que nunca encontraba al enemigo. Al rival en su justa dimensión. Nunca tenía bastante al conjugar la palabra competir, y necesitaba hacer de mi agonía y sufrimiento, unas señas y unas referencias. Porque lo mío no era el ritmo del fondista, sino el pique del bisoño. Nunca supe disfrutar de la compañía y del estar del grupo, y esa y no otra era la razón por la cual cambiaba de ritmo y el grupo se dispersaba. No sabía el qué, pero necesitaba que pasara algo. Que cambiasen las cosas, que llegara la sorpresa de la tormenta, sufrir en medio de un sol brutal, que los mejores corredores populares tuvieran un momento flaco, o que se estableciera un caótico descontrol sobre las cosas de mi vida.Cuando veía que les costaba seguirme, entonces yo apretaba más. Andaba más deprisa, o corría a un trapo suicida. Quizás en el fondo quería ser absolutamente el mejor. Necesitaba una satisfacción que no podía existir, y ello causaba sorpresas y desencuentros.
Sí. Precisaba ser grande y admirado, nada de eso de ser uno como los demás, ni hablar de un marca discreta o de no destacar, descartada la no convulsiva falta de ambición, o un no poder en los alardes y en los retos. Me negaba.
Cuando más dura y exigente era la prueba, más que gustaba sumarme a ella. Destacar, no ser modesto y humilde, epatar, ser alguien especial, y pensar que el Olimpo no estaría tan inalcanzable.
Corrí contra mí mismo. Yo me sentía la salida, el salida, el trayecto y la meta. No existían los demás competidores ni las características de las pruebas. La prueba era yo, la organización, mis rivales, y hasta los rivales de mis rivales. Todo.
Yo era una especie de Dios menor. Alguien que se sentía autosuficiente y sobrado, y al que nadie engañaba. Sólo, yo a mí mismo.
Por éso, mis rodillas están prematuramente lesas y hasta artrósicas. Porque no cuidé mis descansos ni me alimenté adecuadamente. Mi gran fortaleza heredada y genética, acabó distrayéndome especialmente.
A mí no me paraba un esguince de tobillo en el segundo kilómetro, aunque en el treinta tuviese un peligroso huevo inflamado en dicha articulación. Y, nunca, un muro en el kilómetro treinta y dos, porque éso podía suponer no poder llegar a mi rara y cabezona meta trazada.
Me hice daño y sufrí demasiado. Me ganó el error, y acabé con más teclas que los soldados españoles procedentes de la Guerra de Cuba.
Este exorcismo es una buena noticia. He logrado saber lo que pasaba, y contenerme, y enmendar errores, y situarme en la mejor y más adecuada meta. Ahora,-aunque sea a veces un poco tarde-, ya sé dónde están mis límites y ya no me busco egoístamente mis medallas de oro.
-Y LO PUEDO CONTAR-
2 comentarios:
José Vicente;
Me gustan tus letras, felicitaciones amigo.
Un saludo.
Emilia.
Mil gracias por tus elogios, Emilia.
Saludos cordiales, amiga.
Beso de José Vicente!
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