Hace más de una década que te conocí. Éramos por entonces bien raros los dos. Yo buscaba en el eterno femenino un extraño deseo, y tú a alguien que llenase tus ratos de rabia y de soledad.
Contacté contigo por un diario de papel que ya no existe. Te definías como culta, abierta al mundo, y cosas así. Pero hasta que no te ví personalmente, no supe que eras invidente total. Y, rara. Muy rara eras, Margarita.
Llevabas mal de la correa a un perro al que querías mucho, y cuando te reprochaba la manera de llevar al animalito, entonces no me pasabas una y te ponías seria. Muy seria.
Me comentaste que tu matrimonio había sido un desastre porque tu ya ex marido se cagó encima cuando no aceptó tu derrame cerebral que te dejó ciega. Y que tenías dos hijos que no te tragaban. Y muchas más cosas preñadas de sentimientos de dolor.
Yo, prácticamente, no decía nada. Tenías esa voz grave que tiene Charo López, pero había algo en tí que no me convencía. ¿Qué demonios hacías sola en un chalet de La Cañada teniendo al teléfono como único vehículo de comunicación y sin querer ver a nadie? ...
Tu discurso deseaba ser coherente y hasta maternal. Me acariciabas la camisa abierta, y yo no sabía si soltarme del todo el deseo o quedarme durmiendo al lado de otra hospitalaria mamá.
Sí. Hablabas de política, de tu sindicalismo, y de la derecha no democrática. Hablabas como si lo supieras todo de la vida, y como si yo casi no tuviera válida opinión. Te lo perdoné. Te conté mi vida llena de dolor, y me ofreciste tu casa y tu confianza. Pero a mí siempre me faltaba un pero que no comprendía bien ...
Cambiabas de hogar. La Cañada, vuelta a la capital de Valencia, Canet, Loriguilla, Cheste ... Sí, Margarita. Huías de tí misma. Y, sobre todo, me engañabas porque me decías que me tratabas de tú a tú y sin samaritanismos.
Mentira. Me utilizaste, Margarita. Solo llamabas por teléfono para fisgar en mi vida, para no escuchar, y para sacar tus propias conclusiones. De hecho, hubo una época en que nos mandamos mutuamente a la mierda. Y, pasados algunos meses, volví a contactar contigo.
Reñíamos y discutíamos acerca de nuestra verdad. Pero cada vez, menos. Querías ser posesiva y administrar mi tiempo, y un día me vi obligado a decirte que mi tiempo lo elegía yo y no tus caprichos cotidianos.
Entonces comenzaron tus reproches. Comenzaste a echarme en cara tus conclusiones y sambenitos vetustos y carentes de rigor. Habías pasado a ser de mi amiga a mi fiscal, de mi confidente a mirarme por encima del hombro, y a mostrarme una tu supuesta superioridad que nunca viene a cuenta. Competíamos. Me habías perdido el afecto, y yo sin embargo te seguía queriendo y queriendo. Mucho.
El otro día no me colgaste tú el teléfono, como hacías de forma maleducada cuando te entraban las rabietas de sabihonda. No. El otro día te colgué yo. Nos colgamos mutuamente. Y además no pienso volver a depositar nunca jamás la confianza de mi verdad en tí. No lo mereces.
Me has defraudado y decepcionado. No vas a aportar nada nuevo a mi vida, y no digamos a mi vida del futuro. No, Margarita. La cuerda se ha roto para siempre, y ha sonreído. Te deseo que seas tremendamente feliz, pero tú déjame a mí ya en paz.
- ¡ADIÓS! -
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