Resiste y existe, el residuo de lo que fue otrora el pueblo vivo y de todas las edades. Aguanta y respira la villa olvidada que vive de la nostalgia de la cuna del viejo y de la moda dominguera y campestre del turismo de interior. Senderismos y asados con risas.
Barrera impasable que protegen los pinos eternos, olor a pureza y a naturalidad, clima duro y conocido, y una ventana a un tiempo que quizás ha mucho que ya se fue.
Pan de pueblo, casino de viejos jugando a la manilla o al dominó, barero serio y cordial, porrón de vino orgulloso, y coñac que sirve para que la alegría y el sopor se lleven bien. Relax y normalidad.
Nada de sorpresas y poderes previsibles, la santa Virgen en el venerado patrón del milagro esperado, la vigencia del poeta y de la moral de la Iglesia, el cura modernizado, y el respeto que acaba en el consenso de la paz. Tiempo para la zona republicana y de orgullo.
Un pueblito de interior es natural y lógico, aburrido o fantástico. Está ahí, con su campanario presidiendo el cogollo de todo lo que se mueve. La actividad del tractor agrícola, el almendro bello, o la labor del foráneo temporero que viene a sudar y a sobrevivir. La fiesta, el sendero donde el joven pastorea y el viejo ya no sueña por acudir, la caza mayor y menor, el armero y la comida fraterna. Las carnes y el gazpacho. El queso y el pastel, y el autobús de ser identitarios de una raíz pegada a una forma heredada de ser. Niños sinceros y atrevidos, que juegan con perros y gatos, y que de vez en cuando sueñan con un viaje y con un futuro a la gran capital.
Pueblito perdido para los poetas y científicos, sabiduría de labriego con tierra en las manos comprobando la fertilidad o el desastre de las cosechas, caballos y vacas pastando al sol, granjas que sirven para decirnos que hubo un tiempo en el que Perales hacía de lo rural un regalo en forma de canción maravillosa. Doña Asunción.
Cinco de la tarde y son de campanas, flores bellísimas en cualquier estación, sol puro y neto, lluvia que sabe a amenaza y a alegría de campesinos y de dueños de campos de labor. Ríos de agua pura.
Jotas y bailes autóctonos, energía en un porrón, mentiras que se antojan previsibles, y sabios autoconvencidos de los pesimismos de este valle de lágrimas. Color negro y de aceptación. Dios bendiga cada rincón.
Me gustan los pueblos interiores, perdidos e independientes. Las voces de la calle que ganan por goleada a las del diccionario, el atleta rudo y sin glamour que sorprende en las competiciones por su fortaleza que el gen le dió. La casta del irreductible, y hasta el tonto del pueblo novelado. ¿Nunca importó que no llegara la modernidad o la sofisticación?, ¿quién se para a saberlo? ...
Pueblo libre, diverso y con ideas claras, sin remilgos ni gomina, austero y lógico, duro y generoso, de doncella hermosa y salvaje, o de abuela sabia que es capaz de tomar unas hierbas medicinales y hacerte soñar con su magia elaborada en el fogón.
Lavandera convencida y resignada, ser que parece huír del confort, amor profundo al lar que le ha parido, machos y mozas en acción, domingos que saben a miércoles y a poco de vacación. El monte, el campo, la tradición y la costumbre, el olvido, la lluvia, y alguna canción que hace sonreír. Son pegadizo y beso convencido de amor. Lugar de otro tiempo y contexto, sitio distinto y eternamente bello. Caricia de temible y pino grande.
-SIEMPRE POSTAL-
0 comentarios:
Publicar un comentario