Los domingos. Es el día que he escogido para pasear a mi viejita madre para que se distraiga, aprovechando el clima favorable de mi Valencia de cuna y raíz.
El domingo por la mañana le lleno a mi progenitora la batería de oxígeno, le pongo las gafas de respirar, y allá que la siento en la silla de ruedas y la saco a la calle para que se le airee la vista y hasta el espíritu. Para que no se aburra.
Pesa mucho, pero merece la pena la excursión. Le abro caminos que parecen impensables para una mujer a la que tanto daño la infligieron, y quiero que vea que el mundo exterior puede ser hasta bello y curiosote.
Cual un blanco y valenciano Morgan Freeman de ciudad y de barrio obrero, allá que voy paseando a mi madre la señora Carmen, exhibiéndola con orgullo por las calles turísticas y preciosas del Centro Histórico.
Busco la sombra huyendo de insolaciones nada adecuadas. Y trato de sortear aceras y más aceras, buscando rampas suficientes y ayudadoras para que la silla de ruedas encuentre expedito camino.
Cruzamos la Gran Vía de Fernando el Católico, y la guío por la calle de Borrull en busca de la calle Quart. Allí que nos detenemos unos momentos y podemos ver la actividad turística. Los foráneos que visitan las Torres de Quart, suben y bajan espectacularmente las escaleras y aprecian sus vistas y belleza a la vez que escudriñan todos sus recovecos más originales y curiosos. Mi madre se les queda mirando desde afuera como una niña asombrada. Segundos más tarde, reemprendemos la marcha.
Regateamos la calle Murillo, y llegamos a la Plaza de Santa Úrsula, que está detrás mismo de las Torres emblemáticas citadas. Y una vez en la Plaza de Santa Úrsula, ya podemos enfilar una de las aceras de la calle de Quart, que luego enlazará con la de Caballeros, y tomamos rumbo hacia la Plaza de la Virgen en donde está la Catedral de Valencia.
La silla de ruedas camina por la calle de Quart con mi orgullo y con mi madre distraída. Yo la digo cosas para que se fije en lo que ve, y ella me hace caso a ratos. Somos un padre y una hija cambiados de edad y rol.
Pasamos por delante de la Iglesia de San Nicolás de Bari, vemos los pocos teatros como el Talía que la crisis va dejando, pero a mí lo que más me gusta son las calles estrechas que cortan la arteria de Quart. Tienen una magia especial. Retienen el sabor y la solera de mi Valencia antigua y de siempre. Es como una Valencia esotérica y hasta eterna. Calles casi abandonadas pero siempre coquetas, históricas y de postal minimalista. Preciosas.
Al final de la calle de los Caballeros, llega la demografía y la espectacularidad. Hemos pasado el Tros Alt o Tossal,-que de igual manera se le llama hoy en día-, y pronto irán apareciendo las ventanillas del enorme edificio de la Cortes Valencianas, que por cierto no parece representar ahora la conciencia ética de un pueblo sino más bien la Cueva de Alí Babá. Ya sabéis: la corrupción y todo éso ...
Plaza de la Virgen. Calor. Ya estamos ahí al lado de la fuente con una estatua de un señor que siempre tiene la cabeza llena de palomas posadas. La Plaza de la Virgen, es un hervidero de personas que nos visitan. Desde élla, se ve la Catedral.
Desde una difícil y empinada rampa, meto la silla de ruedas de mamá en el recinto eclesial más importante de Valencia. El deán de dicha Catedral imparte la misa de doce y exhibe su homilía. Demasiada gente. Es mejor que saque a mi madre de ahí. Casi no cabe del gentío que abarrota el sitio. Antes, he echado unas monedas y he encendido dos velas.
Vuelta a casa. Pasamos por los mismos lugares que vimos en la ida, y mi madre tiene cara de relajada y de cansada a un tiempo. La mañana se nos ha ido en un pispás. Llega su pataleta y se enfada y mucho si me tomo con ella un descanso en la sombra al lado de los árboles descomunales del Jardín Botánico. Ya se le pasará el enfado más tarde. He hecho lo que he podido.
-NO ES POCO-
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