lunes, 14 de marzo de 2011

- AQUELLA ANÉCDOTA -

Os voy a referir un pequeño recuerdo en mi memoria, sobre algo que aconteció cuando vuestro mago José Vicente,-que os está ahora escribiendo-, era un niño y acudía al colegio de primeros estudios que se llamaba Teodoro Llorente de Valencia en aquel duro postfranquismo. Años sesenta. Por cierto, que dicho colegio, sigue existiendo en la actualidad, y permaneciendo en la calle de siempre. La calle de Juan Lloréns de mi ciudad.
Ha llovido mucho desde entonces, pero el recuerdo permanece vivo y fresco en mí, como si lo que os contaré a continuación hubiese sucedido hace un mes o un año como mucho. Y han pasado en realidad, varias décadas.
Recuerdo que era una tarde sobre las séis o una cosa así. Mi madre y yo, aguardábamos la salida de la clase de mi único hermano que he tenido. Y en éso, que se nos acercó una madre, la cual y por supuesto,-como hacen todas las madres-, le caía la baba, hablando y hablando una y otra vez de su hijo querido y maravilloso.
Yo, permanecía muy quieto y muy sin moverme, y ésto llamó inicialmente la atención de la mujer. Le comentó a mi madre, que qué bien que un niño se portara tan correctamente y estuviera tan quieto, porque el suyo era un huracán que nunca podía parar, y que por lo tanto había que armarse de paciencia para que finalmente obedeciese y se portara bien.
Mi madre, sonreía ante las palabras de la feliz madre, pero no hacía demasiados comentarios y ningún elogio hacia mí. El niño José Vicente, que era yo, no se sorprendía ya por tal actitud. Aunque era consciente de que mi madre me quería, ya estaba acostumbrado a su falta de efusividad, y a sus órdenes tajantes de que me estuviera quieto. No se lo digáis a nadie, pero un niño no debe de estar nunca demasiado quieto...
A lo que iba. La madre orgullosa de su hijo, afirmó que su vástago era muy inteligente y que sacaba todas las asignaturas con notables calificaciones. Y que se sentía muy contenta, por ella y por su hijo.
Mi madre, seguía escuchándola con atención, y la sonreía. Pero no terminaba de mostrar, más que una mera y rácana cortesía con su interlocutora.
Hasta que finalmente, la madre feliz espetó a mi madre:
- "Y su hijo, ¿saca también buenas notas como hace el mío?"...
A lo que mi madre, y sin hacer grandes gestos efusivos de satisfacción, contestó sucintamente:
- "Mi hijo saca todo, dieces. En todas las asignaturas, le han puesto un 10"...
Y no dijo más mi madre. La otra mujer, empezó a hacer gestos de un cierto malestar. Había venido a presumir felizmente de su adorado niño, y va y se encontraba frente a otro, el cual no daba guerra, y encima sacaba en todas las asignaturas la mejor de las notas posibles.
El fastidio de la mujer, se tradujo en incomodidad. Y con una excusa fácil, se alejó de allí...
Mi madre, siguió sin decir nada. Nunca parecía estar satisfecha de mí. Siempre quería más. No se conformaba con que no me moviera, ni con que sacara todo dieces. Quería mucho más. Exagerada y patológicamente, más. Pobrecilla.
-EL RECUERDO SELECTIVO-

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