Cuatro de la tarde. Yo estaba en mi cuarto terminando de hacer una pequeña siesta. Los cuidados de mi madre, me habían dejado cansado, y con la humedad de mi Valencia se me resentían las rodillas. Era mi necesario descanso para poderla cuidar mejor.
Y, casi de repente, he oído cómo mi madre deambulaba pesada y lentamente por la casa, con un cierto y extraño enfado, y con la sensación de sentirse sola y desamparada. Como les pasa a muchos niños, a los que acompaña la idea triste del abandono.
Al verla rara, he pensado que seguramente, mi madre se había ido sin poder evitarlo, a elucubrar sobre su soledad y sobre seres que ya no están. Y, como de vez en cuando acertaba y concluía que dichos seres nuestros no estarían y no podrían proporcionarla conversación y compañía, su angustia era evidente.
Y entonces le he dicho a mi madre con todo mi cariño del que soy yo capaz, que entrara en mi cuarto. Sí. Al principio ella hacía como que no quería, pero esta vez ha cedido. Sí que necesitaba de alguien, aunque nunca lo iría a admitir.
Primera estrategia. Presentarle cara de optismismo y de naturalidad. Cara, de padrazo desdramatizador. Cara de calor y de comprensión.
- "Anda, mamá. Entra. Ven aquí, que se está calentito y bien ..."
- "No. Es igual... Venga, entraré a ver ..."
Se ha sentado junto a mi regazo. Me decía cosas incoherentes, intentando asustarme para que le prestara más atención. Quería desconcertarme, para mostrar así su cayado de mando.
Yo le he dicho que no se preocupara de nada. Y a pesar de que su discurso feo se bifurcaba en caminos de temor y de incoherencia, yo no entraba al trapo. Porque mi salud mental, debe marcar una necesaria y prudencial distancia frente a su senilidad traviesota.
Al notar el contacto corporal y el calor que se generaba, mi madre hallaba un tipo de comunicación oportuna y certera. Sí. Mi mamacita no quería que le dijera cosas cotidianas o trascendentes, sino que le dedicara una letanía de comprensión y de quietud.
Calor efectivo. Le he explicado que no estaba sola, y que siempre tendría relevos de presencia. Y, sin insistir demasiado, el mutuo contacto corporal la procuraba una vertiente sosegada que la llevaba a dormitar sobre mí. Cerraba los ojos y se dormía ...
Yo, la observaba. Le pasaba algo más. Quería eficacia y acción. Convicción en mí. Y como me veía sobrado de ella, sus ojos se ponían serenos y animosos tras un dulce y fugaz sueñecito. Otros ojillos más tranquilos.
Le he dado el antibiótico de las cuatro y media, y como se ha visto casi de repente con un vaso de agua entre las manos y el citado fármaco, mi madre ha pensado que mi faceta de enfermero no la provocaba decepción alguna. Yo, no me estaba olvidando de sus pastillas. Buena señal. Acogedora y confiada ...
Media hora después, le he anunciado que iba a calentarle la lechita para la merienda, y a prepararla unas galletas para que se las zampara. Buen camarero y servidor, ha debido pensar. Y entonces, premio y reciprocidad.
A mi madre le ha vuelto la vitalidad, y de sus ojos ha desaparecido la negrura de sus dudas e incertidumbres. Volvía a recuperar la orientación, y ya no me preguntaba por personajes inexistentes.
No todo estaba hecho. A mi madre había que seguir dándole presencia, y estando con ella mientras merendaba. Calma total, y hasta chicha. El espíritu de mamá la ha llevado hasta a los personajes que salían por la tele y de los que leía entre las noticias del periódico de papel.
Mi madre, es una niña. Y yo me he sentido útil y grato, apaciguador de demonios, y exorcista de inquietudes. Y éso, te da una alegría interior que es especial. Vuelve la comunicación y la empatía con la necesidad de mi descanso. Lo entiende mejor.
-ES CONVENIENTE PARA ELLA-
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