Me siento en uno de los banquitos de mi Jardín Botánico. Y en función de mi estar, noto sensaciones muy distintas que se disponen a oler a paz y a autenticidad.
Toda la cortesía actuativa del quedar bien con unas y otros, puede dar paso a una coherencia extraña a la par que necesaria. Los nervios, huyen camino de la gran mentira. Poco a poco, se hace inevitablemente una gran y sana verdad.
De repente, todo es mucho más fácil y lógico. Se van las tensiones y las mentiras. Aparece la sana felicidad y la sana respiración. Y en ése momento, todo ya tiene sentido y se entiende. Sin esfuerzo, sin tensar absolutamente ninguna respuesta, y dando como en un invisible manantial, paso franco a la aparentemente difícil naturalidad. Crezco, en y desde el silencio sereno. Y sin necesidad de reflexionar sobre los porqués o las trabas de la nerviosidad anterior.
De la misma manera que están los árboles o las plantas, o los banquitos serenos y estáticos del jardín, también llega una paz lógica y aclaradora. El sosiego, se impone. Se está bien allí. El tiempo parece detenerse y aquietarse las dudas. La mentira, huye. Los sentimientos, los aciertos y los errores, no se premian o castigan. No. Todo se torna tolerancia y mutua aceptación. Todo se socializa, y sin empujar.
Parece un secreto reducido a la élite del ser tranquilo. Pero en realidad, es algo muy abierto a todas y a todos. Puede conseguirse la gratificación posicional y social, sin la carga de un esfuerzo impostado. Y todos quedamos atrapados y desnudos en nosotros mismos y entre nuestras características peculiares y propias. Por ejemplo, yo.
Y entonces descubro a los niños que corretean lógicos tras un papel o una pelota, y las timideces entre los desconocidos ceden, y las gentes charlan y se saludan animadamente aplaudidas por el sol cordial de mi Valencia. Y aparecen risas naturales, y los recelos generacionales se van, y los niños hablan con los abuelos, y los conocidos con los desconocidos, y las sonrisas brotan con ansia, y el aburrimiento da paso a una conversación animada, y la gente ata lazos y se conoce mejor, y cuando miras de reojo asumes que lo haces, y mi madre no solo respira tranquila y confiada, sino que juega con su bastón como una niña a retirar las hojas secas que molestan a la pulcritud de las ajardinadas margaritas, y los loros y cotorras se ceban desde las ramas arbóreas con los nísperos ya maduros, y hasta los visitantes extranjeros hacen de su sorpresa un modo de simpatía. Un amor dado y nada foráneo.
En ese momento del silencio sereno y sosegado que da fuerza y cimiento a la quietud del lar, todo es sana mutación. Se ven más y mejor las cosas, los gestos se relajan, los músculos no fingen una compostura hedonista, y es como si el poder se repartiera de modo equitativo.
Los jardineros y personal general del jardín, también somos todos los demás seres humanos que allí nos encontramos, y la paz es contagiosa, y las penas se desmoronan en el pozo del no recuerdo, y la vida positiva fluye de nuevo a través de nuevos proyectos, y todos nos enfadamos menos, y hay una cosa que se llama felicidad porque no nos paramos a preguntarnos demasiado en qué consiste tal concepto.
Y entonces, si te descuidas, los gatos del jardín se te acercan y casi se te suben encima, y te buscan seductoramente para que los acaricies y sin temores. Se hacen a tí. Todos se hacen a todos. Y el jardín social, lo agradece. Y todo se vuelve más humano y real, más enérgico y sano, más nítido y brillante en la aparente verdad menor o prosaica.
No. Al revés. El sosiego en la paz de las pequeñas cosas, no puede ser sino otro mundo realmente apasionante.
-Y NECESARIO-
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