Heriberto Barón caminaba tranquilamente por las calles de Santa Cruz de Tenerife, su ciudad natal, dirigiéndose como todos los días en dirección hacia la parada del autobús que le llevaría a su trabajo de periodista en un popular diario.
Puntualmente, llegó la "guagua", que es como se conoce por las tierras guanches popularmente al autobús. Heriberto sacó el bono billete, y vio que el vehículo se hallaba hasta los topes de gente. No le extrañó. En horas punta, suele suceder. Pero lo que sí que le extrañó fue el ver a alguien que era imposible que estuviese allí mismo.
El tinerfeño Barón, volvió a mirar de nuevo en dirección a la persona citada. Sí. Aquella mujer tenía exactamente el rostro de la suya. De la que acababa de enterrar hacía escasamente dos meses, y cuyo duelo lógico le estaba afectando de un modo patente.
Heriberto y su mujer habían tenido un más que grave accidente de circulación, con él al volante. Fue una noche de exceso y jarana, en donde el alcohol brilló más de lo debido, y en donde fatídicamente un camión les embistió frontalmente. Heriberto no había tenido sensatez ni reflejos para no hacer un adelantamiento indebido, y cuando quiso volver a su carril, no había podido esquivar a aquel camión. El resultado fue la muerte en el acto de su señora. De su amor eterno.
Por éso es, que no apartaba los ojos Heriberto de la mujer que se hallaba al fondo del autobús lleno de gente. Porque su María del Pino no tenía hermanos. Había sido hija única. Entonces, ¿estaba soñando? ...
Acercarse a élla, era materialmente imposible. Mas tuvo suerte. Porque coincidieron a la hora de elegir parada. Y en el momento en que los pies de Heriberto Barón tomaban tierra, su cabeza no tenía otro pensamiento que abordar presto al calco de su mujer.
Y, se lo dijo. Le dijo que ella era su mujer, que había fallecido, y que se llamaba María del Pino. Y que tenía exactamente su misma imagen. Y, que ...
- Pero tú eres Pino, mi niña ... Pero si te enterré hace dos meses ...
- Mire, señor. Por supuesto que me confundió. Yo no soy esa mujer que me dice, y yo a usted no le he visto en mi vida. Además, debo irme. Me esperan en el trabajo. Adiós, señor.
- Pero María del Pino ...
Heriberto Barón, no podía ni debía retenerla. Y nunca más volvió a ver a aquella mujer. Jamás. Pero el hombre siempre tendría la misma certeza. Había sido un regalo del destino, y nunca un producto de una situación delictiva por el tema de los parientes robados al nacer y entregados por dinero a gente sin escrúpulos, como lanzan estos días a la luz los diarios de investigación. No.
En absoluto. Para el bueno de Barón, aquello había sido un milagro. Un detalle del amor. Una aparición de regalo. Su María del Pino había querido sonreírle con una ironía. Era élla, se dijese lo que se dijese. Tenía todo. Su encanto, su mismo aroma, su forma de caminar, y toda la exacta maravilla de como siempre fue.
Por eso Heriberto sonrió consolado, y decidió no investigar al respecto. La única verdad era que su mujer había fallecido por su culpa, y ella había tratado con aquella magia, de decirle que le perdonaba y que fuese de nuevo feliz.
- ¡OH, MARÍA DEL PINO! -
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