Algo extraño y demasiado doloroso me pasaba a mí por aquellos mis jóvenes años ochenta, en los cuales no lograba salir de mi dolor.
Mi padre, Alfonso, falleció de un fulminante infarto, la madrugada del día de San José, patrón de las Fallas de mi Valencia. En el medio y culmen de la fiesta fallera, mi padre, moría.
Os confieso que cuando supe de su muerte, tenía tanto sufrimiento personal, que no estaba, a mis veintiún años, en condiciones de pensar que mi padre iba a dejar de estar ahí. En la vida. Con todos ...
Mi madre, rota de dolor en el día del entierro, se lanzó sobre el ataúd desesperada, intentando con el abrazo que no se le escapara de las manos. La escena límite, me produjo una extraña sensación. En mis adentros, solo podía pensar que mi padre se había ido para nunca más volver, dejando a mi madre en el infierno del dolor, y encima pasando de mí. Tirado.
Mi padre. Aquel hercúleo fortachón, que era la simpatía y el humor de la barriada y de todos los que le conocían. Sí. Pues aquel tipo grandote, se había ido de nuevo. Me había dejado tirado en medio del dolor. Mi respuesta fue clara: no sentí su pérdida. Al menos, conscientemente. Naturalmente, mi interior estaba sufriendo un mazazo tan demoledor como aparentemente ignorado.
Aquéllo, me asustó. ¿Cómo era posible que no sintiese dolor en el funeral de mi padre? Afortunadamente, tiempo después fui paulatinamente averiguando el porqué.
En mi niñez, mi padre había prescindido de mí. Le había importado un pito si iba al colegio o si no. Gracias a que mi madre me escolarizó, pude estudiar. Pero mi padre casi nunca estaba, y mucho menos para hacerme caso y darme calor.
Le debí de coger odio. Odio paulatino. Nunca me prestó atención. Me sentí, huérfano con padre. Estaba, pero no estaba. No sabía ser ese padre que todos los nenes necesitan.
Pasados algunos años, pude reflexionar con una más amplia perspectiva. Con frialdad. Lo que le había pasado a mi padre, era que no había podido con su vida. Nunca había tenido la menor intención de no quererme ni de no darme afecto. Sí. La vida le vino muy grande a mi padre. Su fragilidad psicológica para encarar la realidad, había supuesto para él un obstáculo impasable. Hasta que, desesperado, le cogió un gran disgusto emocional que derivó en el enorme infarto que le dejó seco y sin vida.
Ahora, ya. Ahora, ya le evoco y le comprendo. Y sé que hice mal no mostrándole dolor en el cementerio. No podía comprender lo que me había hecho con su vida y actitud. Su aparente indiferencia.
Querido papá: ni tú supiste contarme qué te afligía, ni yo comentarte la sorpresa de mi decepción contigo. Ahora, ya lo sabes todo. Te lloro, te echo de menos, y comprendo lo que nos pasó. Lo que pasa es que estás muerto y yo estoy vivo. Me hubiera gustado haberte conocido mejor en vida de los dos.
-SIEMPRE TE QUERRÉ-
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