La primera vez que me viste, me miraste. Y yo te gusté y te atraje como mujer, y te acercaste audazmente a mí, y me dijiste que si tenía fuego como excusa para iniciar una conversación. Y tú a mí también me gustaste, y te concedí una charla, una aproximación, y acabé dándote el teléfono y no sé cuántas cosas ilusionadas. Pero al dejarme casi nada me dijiste. Me sorprendió. Ya era muy tarde, sábado, y yo venía de una fiesta, Luís. Y no me dijiste ni deseaste un cortés buenas noches.
Me conseguiste para novia, y me volvía loca tu mirada, y tus cosas de hombre gracioso y hasta niño grande e inmaduro, y querías darme mucho de tu dinero, y joyas, y mimos galantes, y audacias sensuales que podían envidiar las estrellas. Y un día me entregué a tí, y todo lo que quisiste. Me vi loca y enamorada, y me dejé llevar por la inercia del río de la pasión, y te volví alegre y encendido, y gemías y me pedías más, y yo todo te lo daba. Y al acabar nuestra primera cama juntos y nuestra prima noche unidos, me di cuenta de que tú eras frío y embaucador, extraño y egoísta. Y al volverte de lado para ponerte a dormir y olvidarte de mí y de mi presencia y calor sudoroso y auténtico, entonces, ni siquiera me deseaste buenas noches.
Yo me pasé las horas sin dormir, solo reflexionando sobre tí mientras te veía la piel entre las sábanas, y casi mis ojos derramaron algún líquido emocionado. Porque supe que no me querías ni me habías amado nunca, y que todo había sido un ardid para lograrme y hacerme para tí. Y que no me amabas. Y que no sentías nada para mí que no fuese deseo. Y yo al dormirme me di cuenta de que no habría contigo buenas noches.
Nos casamos, me tapé los ojos y no quise ver. Me dejé llevar por una inercia falsa y torpona, tú querías aparentar socialmente y me decías poco que me querías y planeabas fechas de más cosas, y tratabas de imponerte sobre mis criterios y mis dudas enamoradas.
Y una vez casados todo fue rutina, y yo quise perdonarte demasiado tarde. Quise creer que el matrimonio haría magia y que tus poses mutarían en besos, y que tus cochazos serían la cara B de un cariño real, y que nuestros viajazos por todos los sitios caros serían la constatación de un pleno amor. Pero al llegar la noche yo sentía que nada variaba y que todo era cero y falsedad.
Que solo había amor unilateral, que solo mis besos profundos eran de verdad, y que tú estabas demasiado lejos. Y por eso nunca me decías buenas noches cuando tus ojos de ejecutivo vitalista se cerraban a mi lado.
Hasta que un día te encontré en nuestro nido sin ropa y con una amiga. Porque lo nuestro no es que ya hubiera terminado, sino que nunca empezó. Tú me despachaste que no era lo que parecía cuando te pille in fraganti con la chica, y me diste las explicaciones más ridículas y surrealistas que jamás pude oír de un hombre.
Me negabas hasta la separación que yo te pedía con mis ojos asombrados, te tiraba todo tu dinero en la cara, te rogaba que te fueras, lloraba a mares y sin miramientos, y tú tratabas de seguir erre que erre en la mentira. Y te diste la vuelta, y te volviste a meter en la habitación como si nada, y me dijiste que ya hablaríamos al otro día. Y, nada más.
Hasta que logré que aceptaras que solo había sido un amor flaco, y que era mejor dejarlo y empezar otras cosas y otros rumbos. Que mi dulzura iba a probar suerte caminando desde el adiós hasta el futuro, y que tuvieses toda la suerte del mundo con las demás mujeres que pasar pudieran por tu vida. Era invierno, muy tarde, y te di mi adiós. Pero ni en la despedida tuve tus buenas noches.
-HASTA NUNCA, LUÍS-
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