Ayer salí a las calles de mi Valencia tras realizar mi labor como cuidador de mi madre. Sí. En las calles, y a pesar del calor, había vida, chispa y placer. Mucho placer. Satisfacción.
Aproveché mi escaso tiempo libre para acercarme al Hospital la Fe, que está relativamente cerca de mi casa. En una de sus habitaciones seguía estando el señor José, según me había dicho su amable cuidadora Ana.
La placidez del caminar por las calles, comenzó a declinar cuando dejé atrás la explanada de Nuevo Centro y su Corte Inglés, y llegué a la Avenida de Campanar y aledaños.
El camino se tornaba solitario y hasta aventurero hacia un hospital para visitar a un viejo en Agosto y sobre las séis de la tarde. Fue un cambio radical. En el acceso al Pabellón Central del centro hospitalario, todo o casi era soledad, desierto y dolor. Cámaras de vigilancia y algunos bedeles o conserjes.
El acceso a la habitación del señor José, fue sencillo. Más de lo que yo creía. Es el verano del dolor, y la gente quiere playa y buenas noticias.
Me planté delante de la habitación del viejecito, -seguramente como un entrenamiento para cuando mi madre haya de estar en situación similar-, y me asustó lo que oí. Alguien, en su interior, gritaba. No era un grito aterrador, pero sí continuado. De modo que telefoneé a su cuidadora por si no fuese el momento más adecuado para entrar, pero Ana me vio y me dijo que pasara.
El viejo señor José, no me conoció y seguía gritando. Yo, le hablé. El viejo, dudó. No parecía saber quién era yo. Pero poco a poco fue aceptando mi presencia en su intimidad, e hizo lo que siempre hacía cuando me veía en el Jardín Botánico.
Sí. Le vino la vida. Acercó su mano hacia la mía y me la apretó en un saludo que era mucho más que éso. Quería agarrarse con fuerza y como fuera a un tipo fuerte que le olía a vitalidad. Y yo le correspondí en el apretón de manos comunicativo, prolongándolo durante muchos segundos. Yo sé quién soy para el señor José. Soy, su hijo el cual falleció muy joven en accidente de tráfico creo recordar. Soy o fui, su único hijo. Su cariño evocado y su tiempo de amor ...
Su cuidadora Ana, es muy valiente y serena. Hay que tenerlos y muy bien puestos para aguantar las cosas de un viejo que chilla moderado a alto y puede que durante horas. No le quieren sedar demasiado hasta que no venza su neumonía. Temen que sea peor el remedio que la enfermedad.
El apretón de manos surtió efecto. Algunos minutos después, el señor José me recordaba a mí perfectamente y me daba recuerdos y saludos para mi madre. Todo aclarado. Me despedí de Ana, y salí afuera del Hospital.
Fácil de hacer. Me dirigí al ascensor, le dí al botón B del bajo, y en un periquete estaba fuera. Hacía un calor brutal que no disimulaban unos esbozos de pequeña tormenta. De nuevo, la vida. Andar, andar, andar y andar ...
Afuera no había hospitales ni dolor. Al revés. Ahí afuera y en seguida, se veían a chicas preciosas y a hombres vitales y de sonrisa decidida. Era una delgada línea rota y roja. Una distancia casi tan inapreciable que apenas existía.
La vida tenía otro ritmo, otro acento y otra actitud. No pasaba nada excesivamente triste. Porque la vida no es excesivamente exagerada. La vida, la otra vida, la vida de los sanos y de los esperanzados no pasa en principio ni a corto plazo por hospitales o situaciones de dolor. Vejez y no vejez, vejez y vida, conviven casi con una frialdad de coherencia. Como el silencio y el ruído, o como un hombre veloz y otro impedido, o como un búho y una planta. Como todo el orden que se verifica y se consensúa. Todo está al lado de todo. Muy cerca.
-Y MUY LEJOS A UN TIEMPO-
2 comentarios:
Eres un mago traidor y muy cobarde, pero a veces escribes cosas que merecen la pena, como ésta.
Jajajajjaja, el amigo de aquellas salas.
Veo que tu sentido del humor sigue ahí.
Gracias, amigo, por que en el fondo eres un hombre bueno y sensible a pesar de tí.
Abrazotes mágicos!
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