Juan Charcos parecía caminar por lugares extraños y nada claros ni entendibles. Las gentes le miraban con extrañeza y rechazo. Solo les sorprendía gratamente su convicción.
Porte orgulloso y decidido, como buscando algo afanosamente, con ademanes apresurados, y nula diplomacia que desconcertaba.
Calzado inadecuado para soportar los obstáculos que se cruzaban en su caminar sorprendente, poderoso físicamente, trastabillándose una y otra vez hasta caer al suelo, pero cuando esta caída tenía lugar, Juan Charcos esbozaba una misteriosa y convencida sonrisa y se ponía en seguida de pie.
Charcos, avanzaba. No se estaba quieto. Parecía estar muy seguro del fondo de lo que creía, aunque luego sus portes de adolescente tímido y hasta balbuceante hiciese pensar que no sabía ni por dónde iba.
Soldado en su actitud vital, serio y preocupado, sorteando adversidades a menudo creadas por él, y unos demás que no osaban acercásele por temor a que su decisión abrupta se transformase en inmediata ira.
Solo y claro, con cara de sufrimiento y cansancio, Juan Charcos no parecía escuchar demasiado el planteamiento de los demás. Lo que sucede es que Charcos sí les escuchaba, pero se daba cuenta de que no podrían entenderle y que lo mejor que podía hacer para su vida y para sí mismo era mantenerles una prudente distancia.
Charcos, se daba cuenta de que en esos momentos de su vida debería impostar un cierto personaje temible y hasta inabordable. Si le ayudaran, lo iban a hacer mal. Si poniendo toda su buena fe decidían orientarle, lo único que lograrían sería transmitirles un samaritanismo mareante e inadecuado. Peligroso.
Juan Charcos nunca miraba hacia más. A veces, ni siquiera lo hacía cuando le llamaban por su nombre. Solo temía que acabaran con su tiempo escaso. Si quería atisbar el buen camino, el hombre no tendría más remedio que hacerse el sordo y muchas veces la vista gorda. Todo lo de atrás podía serle nocivo. Por eso nunca se volvía. No quería explicar cosas casi inexplicables, las cuales solo contribuirían a un mayor desencuentro e incomprensión.
De modo que Charcos, asumiendo toda el rechazo, siguió caminando por terrenos solitarios, como una prueba en sí mismo de su propia resistencia vital, o como una búsqueda libre de su hurgar en su desierto personal intentando tener una visión más lúcida sobre su derredor.
Sus vestidos rasgados, seguían chocando con estrecheces, con malos cálculos geométricos, con ladridos de perros excluídos, con climas desfavorables y con momentos de desazón.
No le importó nada el valeroso Charcos. No temía a nadie. Cada vez, se temía menos a sí mismo. Tenía más confiaza, y sus ojos vez, se temía menos a sí mismo. Tenía más confianza, y sus ojos abarcaban una luz más nítida. Su ceguera vital estaba dando paso a un sol y a un cielo admirables.
Algún tiempo después, Charcos llevaba un calzado y un ritmo más acorde y sereno. El sendero se había hecho más confortable, y su pasado seguía quedándose más y más atrás. Aquello era bello y natural, y hasta él parecía rejuvenecido y sorprendentemente nuevo y atractivo.
Juan llegó a un pueblo grande, pero no gigante. Y decidió que allí haría sus raíces y su nueva vida. Porque ahora estaba todo mejor y en su sitio. Y habían desaparecido sus retos y sus alardes. Ahora Juan Charcos se sentía plenamente feliz.
Abrió su sonrisa, pero nunca renunció a sus ideas. Cambió su vestir y su lar, pero conservó intacto su noble niño interior. Y entonces comprobó que unos seguían rechazándole, pero que otros no lo hacían y le aceptaban, y se convertían en sus nuevos amigos y en su nueva familia. Y raramente Juan, hacía mención a su atrás y a su vicisitud. Había aprendido.
-LOS DEMÁS TAMBIÉN TENÍAN SU ÍNTIMA HISTORIA-
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