Me llamo Otzu. Y siendo niño, exactamente en 1945, noté algo extraño sobre toda la cabeza de mi pueblo, Hiroshima.
Todo fue como una maldita ejecucíón. De repente se fue toda la luz de los hombres. Oscuridad, oscuridad, y oscuridad. Fuego y humo.
Yo, tenía una fértil imaginación a pesar de mi precoz edad o precisamente por éllo, pero lo que noté no estaba previsto en mi disco duro de extrañas sorpresas. Aquello era un infierno de dolor, todos quemados y muertos. Llegué a pensar que eso no era la guerra contra los americanos, sino que se ve que se había desprendido un meteorito y nos había caído encima.
Aquella bestiada, aquella bomba atómica, cambió toda mi mente. Primero pensé en la destructividad y las venganzas, en mi orgullo del Japón, en mi pueblo de Hiroshima, en todo el rencor, y en toda la furia.
Nos habían frito. Me habían frito el pensar y la piel. Se había evaporado la creación y los míos, y el llanto no podía ser suficiente. Lo que pasa es que no podía caminar, estaba con el cuerpo y la piel quemadas, y el estatismo de la derrota de mi funcionalidad era un horror.
Días más tarde, pasó la cosa más maravillosa que el hombre pudo inventar. Tras tirarse otra bomba sobre Nagasaki, el Emperador decidió dejar la guerra y el combate. Sabia decisión.
Porque aquello fue el germen de un amor necesario. Yo, perdí a toda mi familia al completo, y que nadie me pregunte cómo logré salvarme de aquel bestial tsunami atómico. Nunca lo he sabido. O, mejor, sí lo he ido sabiendo. Me salvó el amor y la fraternidad. ¡El amor! ...
Odié profundamente a los aviadores que habían tirado el pepino nuclear, al presidente Truman por dar las órdenes, a Albert Einstein por descubrir todas esas cosas, e incluso a mi Emperador por su orgullo y extraña tenacidad. Lo odié todo. Odié a mi familia, me odié a mí mismo, y viví cómodo con el odio durante algunos años.
Hasta que el amor me olió a salida. Estuve a punto de convertirme en un matón de ciudad, y de meterme psicológicamente en sucios charcos y asuntos que solo me hubiesen llevado a la cárcel, al alcohol o a la muerte.
Me costó todo lo imaginable superarlo todo. Comprender qué había sucedido, era como intentar resolver una ecuación de sexto grado sin haber pasado siquiera por el colegio.
Mas me ayudó el amor. Supe desde el amor, que la guerra es el error más grande y la salvajada más ridícula que un ser humano puede cometer. Solo vale el amor. Siempre el amor. Eterno amor ...
Nadie es tan vil ni tan santo. Lo fui comprendiendo y con dificultad cuando unas manos amigas me iban curando la piel algunos años después, o cuando lograba volver a caminar, o cuando alguien me dió un beso que no rechazé, o cuando me abrazaban y lo agradecía.
Vi la complejidad y las circunstancias. Y también la maravilla de lo simple. Guerra o amor. Había que decidirse por una de las dos opciones. No se podía coexistir con los dos senderos antitéticos.
Ya voy siendo un abuelito. Se puede decir que hace años que volví a la normalidad. Pero cuando leo en la prensa que hay guerras, me estremezco. He vuelto ya hace mucho a mi maravillosa Hiroshima, pero nunca quiero leer cosas de guerras. Yo, Otzu, soy la víctima de una terrible guerra. Pero hay miles de ellas en el mundo. Yo, las rechazo y las maldigo a todas. Estoy vivo por el amor.
-QUE NADIE DUDE-
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