Francia. La France. Un hombre triunfador. "Triomphant". El poderoso magnate parisino,-cuyo rostro jamás aparecería en los medios-, hacía tiempo que había decidido que estas vacaciones serían muy distintas para él. Que, de eso se trata una vacación. De cambiar, de distraerse, ser otro, modificar los personales paisajes cotidianos, y de mil cosas más.
El multimillonario Giles Rembaud, tenía clara su experiencia de Julio. Su destino no solo iba a ser la India, sino muchas más cosas. De modo, que atrás dejó su apariencia eternamente juvenil, se dejó barba, y mostró un aspecto desaliñado antes de tomar un avión privado que le dejaría bien cerca de una de las aldeas hindúes más pobres y deprimidas.
Ni corto ni perezoso, y tras dejar todo su lujo en un hotel bastante lejano, se puso unos raídos ropajes y unas destartaladas sandalias, y se dispuso a acercarse a los pobres parias y excluídos, los cuales dormían entre todo tipo de penalidades, en la calle, y con el único propósito de sobrevivir.
Rembaud fue finalmente aceptado por los pobres de aquella inmunda aldea, patética y famélica. Al ver su aspecto lastimero, jamás imaginarían que se trataba de un impostor que poseía una de las fortunas más potentes del Globo.
Giles Rembaud estaba sufriendo. Mutar a pobre, no era una experiencia que pudiere aceptarse con agrado. A veces, y cuando se montaban grescas y trifulcas por la propiedad de unas migas de pan, Giles recibía empujones y hasta golpes. Pero, el magnate galo, jamás respondía de un modo desesperado. Él, era un forastero de la pobreza, y no era la penosidad lo que más le interesaba, sino el contraste social. El choque.
Giles, andaba molesto y pensativo a medida que pasaban las jornadas. No lograba aceptar ni comprender a aquella gente que malvivía entre la miseria. Hasta, que, un día durísimo de calor y hambre, algo alegre y positivo se movió en el alma del adinerado parisino.
No. ¡No, y no! Él no era pobre. Él, era un privilegiado y un triunfador. Los pobres, eran los otros. Los miserables, el verdadero dolor, no era el producto de su vacación excéntrica. Y Giles Rembaud, veinte días después de llegar a aquella famélica aldea, se percibió satisfecho y con el objetivo logrado. Y, en cuanto sus vecinos y hasta compañeros tuvieron un descuido, se alejó de allí con decisión camino de su hotel y de su privado avión. Del adiós.
El rostro de Rembaud se mostraba exultante. Era feliz. No tenía el menor derecho a estar triste o desmoronado. No había la menor excusa para seguir siendo feliz. Y una vez de vuelta al lujo y al oropel, Giles decidió que tenía la obligación de potenciar todavía más su inmensa fortuna.
-ASÍ LO SENTÍA-
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