domingo, 24 de julio de 2011

- EL HIJO DE MARGRET -



Margret no tenía razón. Por muy terca que se pusiera la mujer y no atendiera a razones, andaba pero que muy errada. Porque aquel enorme silencio de la casa donde moraban ella y su hijo, no parecía estar bendecido por los dioses. No. Aquel permanente silencio, era letal. Pero, Margret, siempre negó y negó.
Sí. Es cierto que su único hijo George, cuando llegaba el fin de semana,      se       metía  extrañamente en su cuarto y se negaba a ver a nadie, pero de esta manera, Margret, -y de modo egoísta-, sabía que nunca estaría sola y que su hijo, aún renunciando a vivir, jamás se apartaría de su lado.
Margret era desde luego, una infeliz. Porque en aquella terrible casa    del     silencio   nunca o casi nunca interrumpido, iban pronto a pasar cosas inexplicables y bien que poco agradables.
Cierto día de Agosto, Margret escuchó feos ruídos, procedentes de la habitación de su  hijo   George. Eran como voces, alaridos extraños y contenidos, y hasta olía a un extraño aroma, que alcanzaba desgraciadamente a cualquier pituitaria. Margret, empero, no se preocupó ni se inquietó. Continuó sentada en una silla, leyendo tediosamente el periódico.
Hasta que, de repente, pareció como si un leve terremoto sacudiera la casa. Las lámparas  se movían, y desde la habitación de su hijo, parecía provenir una liberación de una   enorme  cantidad de potentísima e insusual energía. ¿Quizás obra de algún ser maléfico? ...
Margret pensaba, que, fuese lo que fuese, era su hijo el que estaba en la morada. Por lo tanto, nada que no fuese positivo, podría ocurrirle. Y continuó la mujer leyendo la prensa como su nada sucediera.
Pero, George, ya no era George. Sino un ser salvaje y enloquecido. Un ser alienado y ruín, al que se le habían modificado de forma puntiaguda todas sus facciones. Sí. Aquello era otra cosa.
El hijo de Margret tenía las mandíbulas prominentes, y le habían    salido     unos  colmillos  estremecedores y enormes, los cuales nada bueno parecían presagiar. Sus ojos estaban como paralizados e inyectados en sangre, y la violencia del nuevo cuerpo transformado de aquel hombre, no parecía tener detención posible. Blasfemaba, y clamaba contra todas las cosas loables del mundo.
Los brazos de hijo de Margret, ya eran unas garras o pinzas, en busca de abrir la carne de los demás, y de hacer daño. Y su postura, indicaba, que pronto iba a salir de allí, tirando   a   manotazos con una fuerza de Hércules la puerta del cuarto, y partiéndola a trozos.
Pero ni aún así, se inmutó Margret. Ajena a toda realidad y evidencia, seguía leyendo   el periódico y hasta ojeando la televisión. Continuaba sintiéndose segura. Jamás asumiría que su George era ahora un temible monstruo, ni que su vida de mujer estaba a punto de caducar con toda la violencia.
-POBRE MUJER-

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