Por ordenador, y dentro de las paredes de mi casa en la que todo retumba como corresponde a un lugar añejo con los techos altos y sin apenas reformas modernizadoras.
Sí. Sucedió mientras hablaba con una mujer por el Skype. Me sucedió que se me iban los nervios y los pudores, y empezaba a importarme mi derredor mucho menos que antes.
Le veía lógica a mi todo, a mi estar, conocía mejor mi casa y a mí mismo, y sabía deslindar mucho mejor. Y mientras charlaba con ella y en mi mismo idioma vernáculo, todo era más natural y fácilmente arriesgado. Paulatinamente veía aquello que me rodeaba y acosaba, y mi naturalidad rompía barreras y me hacía más libre y más disfrutador de mi lar, de mi estancia y de mí.
Era, yo. Quien hablaba, era yo. A mi manera, resueltamente, ejerciendo libremente mi libertad, era yo mismo. Y todo se relativizaba y ocupaba los justos lugares de prioridad.
Mi casa está horriblmente dispuesta. El teléfono fijo, el ordenador y la televisión casi constituyen una antítesis geográfica. Cada uno de estos aparatos está dispuesto en un lugar que anula o condiciona al anterior. Es como una especie de triángulo antitético, difícil de combinar y ordenar. Y en medio de los descubrimientos y de los palpables errores, fue mi humor el que salió a relucir.
Me lo tomé todo con humorismo y filosofía. Lo copié de mi difunto padre. Él era alegría eterna en perfecto desorden y hasta pasotismo. Yo, seguía esa idea y esa referencia casi de modo inconsciente y como brotando desde un manantial puro e inesperadamente bello.
A medida que me habituaba a lo nuevo, me daba cuenta de mi timidez y de mi zaga personal. Hasta que mi yo brotaba necesario y airoso. Desordenado, caótico y hasta feliz y sereno. Y me sentí mucho mejor. Y entonces hablé con la persona como me dió la gana, que es respeto, atención y asunción de mí. Y me olvidé del efecto temeroso desde mis vecinos, o pasé de mis ruídos inadecuados entrando en mis características.
Porque lo más importante de mí es mi espontaneidad y mi derecho a abrir los nidos y a volar. Y si suena el teléfono de la pared y del pasillo, puede que no me apetezca levantarme a descolgado, y si estoy a gusto en mi habitación con el ordenador ampliando gratamente mi círculo de relaciones, debo mostrar naturalmente ese gusto y placer y no moverme de ahí.
Y si me apetecía ver los deportes u otros programas de la televisión, lo que había de hacer era salir al comedor y enchufar la tele mientras cenase, renunciando a las ambiciones y hasta a los acaparamientos excesivos.
Organizarse, retomarse, decidirse, priorizar, volver a ser yo mismo, imprimirme a mí mismo mi propio sello, y actuar sin complejos y con la conciencia bien tranquila y crecedora.
Desechar y aprender. Yo, debo ser lo más importante. Todo lo exterior será respetado y abierto, pero mi espacio es sacro porque mi vida lo es. Me da igual la penuria económica o la inferioridad tecnología, y no debo hacer más que contar con los recursos y ponerlos a satisfacción y a circular.
Mi vida. Mi vida de mí mismo. Mi vacío llenado, mis cosas asumidas, mis retos sin corsé, mi mirada real, mi sensación de que crezco imparable, y de que el aprender es el verbo más maravilloso que le puede pasar a mi vida.
Gozar plenamente y sin reparos, mi tiempo escaso para mí. Encender esa llama y esa firma propia y sin ambages, y notarme ahí y en mí. Permitirme a mí mismo mi voz y mis pisadas, mi risa y en palabra, mi verdad interior, y mi sensación de que avanzo y de que sigo por el mejor de los caminos que es el terminar de descubrime a mí mismo.
-Y SIN TRAMPAS-
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