Mucho antes de la guerra civil española. En pleno siglo XX y en un bello pueblito de Cuenca. Jacinto. Un niño. Bondadoso y con muchas ganas de hacer y dar amor a todos. Precoz y hasta tozudo. Con mucha y hasta toda la vocación de servicio a los hombres a través de Dios. Además, su familia tenía dinero.
De modo que Jacinto dijo lo que sentía. Y muy pronto, con catorce años se puso a estudiar teología. Era su pasión. Las cosas mundanas eran bien bonicas, pero el amor universal necesitaba su canal.
A Jacinto le fascinaban los frailes. Un convento, un retiro, una meditación, una contemplación. A los diecinueve años se ordenó sacerdote. Y en seguida cantó su primera misa en latín. Ya estaba más cerca de lograr su propósito.
Conseguido. Ya está Jacinto en el interior del convento de los franciscanos. Su sueño en las manos. Hace su vida de labor universal. El amor y siempre el amor. La vida siempre le sonríe. Pero a veces llega la adversidad. Jacinto es abnegado y sufrido. Bueno. Y mucho.
Todavía Alexander Fleming no ha aparecido. Ni la penicilina, ni los adelantos actuales. Aún se ha de esperar. Y Jacinto se enfría, y su constipado no se termina de curar. Tiene tisis. Su vida, se vuelve extraña y débil como una hoja clara. Dadas sus características infecciosas, en un convento ya no debe estar. Y se le aconseja,-una vez ya recuperado tras meses de estancia en un hospital del Madrid-, que tome todas las precauciones aunque ya esté mucho mejor. Séase lógico.
Jacinto está triste, pero sabe meditar. Ha de renunciar, y renuncia. Hace toda la tramitación con dolor fuerte de alma, y marcha a Roma. Allí, El Vaticano le permite su renuncia. Le exonera. Ahora será de nuevo un ser mundano. Podrá casarse o lo que desee. Pero nunca, sacerdote. Lo conventual no es libro fácil de cerrar para Jacinto. Pero se deja llevar por la practicidad y cierra ilusiones vanas. Ayuda en cuanto puede a unas monjitas de vuelta ya en su pueblico, y marcha a hacer labores en el campo. No para de amar.
Hasta que un día conoce a Isabel. Isabel es buena, es mujer, es sincera y espontánea, guapa y campechana. Jacinto, antes de amarla y casarse con élla, pide perdón a Dios. Comprensión. También el ex cura es un hombre, y ya lo pasado nunca puede ser. Tiene con Isabel dos hijos.
Y en medio de esa felicidad, vuelve a interponerse el destino y la puta guerra civil española. Van a por él, y le hacen el paseíllo. Le disparan y él se hace el muerto. Pero Jacinto siempre reza. Reza muchísimo, y además tiene influencia. Nunca ha hecho mal a nadie, y sus más próximos le esconden y protegen hasta terminar la fratricida contienda.
Salva la vida Jacinto tras un panorama desolador. Besa a su mujer y a sus hijos. Ayuda y labora, en sus ratos libres sigue amando y rezando por todos. Pero Isabel se le muere de un infarto. Jacinto siempre cree en las razones de Dios. Ahora le ama todavía más. Y hace por sus hijos, y les cuida, y sigue laborando en el campo, y haciendo el bien y ayudando a todos.
Tiene una ilusión tras dar cristiana sepultura a su Isabel. Quiere tener nietos. Mas lo que con el tiempo tendrá, será una sola nieta. Al final, su tenacidad será premiada. Quizás, su humilde y mundano capricho. Logra que su nieta se llame como él: ¡Jacinta! ...
Y cuando el ex franciscano ya muere de viejo, siempre antes hubo en él muchas sonrisas y muchas vivencias. Quiso mucho a su nieta Jacinta, la protegió, y se la llevó por los senderos de montaña de Cuenca para que jugase. Y todo por el amor superior que todo abarca. El amor atemporal y necesario.
-TODO UN PERSONAJE-
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