jueves, 20 de marzo de 2014

- VALENCIA VUELVE A CLASE -



Si no fuera por algún nostálgico u ocioso que de vez en cuando hace estallar su sobrante petardo, o porque hay algunos coches todavía aparcados en las aceras, o porque algunas calles siguen inabordables por la persistencia instalada de las carpas, pocos podrían decir que ayer Valencia era un bullicio fenomenal y una cosa bien distinta a lo cotidiano. La música del ruído se ha replegado hacia las costumbres habituales. La ciudad vuelve a clase. El gran carnaval que cierra el anecdótico invierno de aquí, ha cedido. Los turistas se han marchado o descansan en los hoteles y pensiones, y pronto se centrarán de nuevo en la playa de La Malvarrosa o en el descubrimiento habitual de lo más destacado y emblemático de mi ciudad de la luz y de Sorolla.
Ya puedes caminar por la calle con tranquilidad y sin agobios. Ya ha terminado el exceso y la marabunta entusiasta. Han sido unas Fallas rebosantes de gentes y con un clima de primavera. Valencia se ha llenado hasta las trancas de gentío, y muchos miles de personas de casi todo el mundo pudiente ya conocen in situ de qué se trata todo ésto. Ya no hace falta que nadie se lo cuente. Han vivido la novedosa y excesiva aventura. El año que viene, habrá mucho más.
La crisis, se ha notado. Porque los monumentos falleros han menguado, y se han visto fallas raquíticas y faltas de exhuberancia. Y mucha menos gente apuntada a las distintas Comisiones. Y muchos más negocios de churrerías han abarrotado la ciudad. Valencia ha sido una exhibición de churreros con falla cercana. El negocio ha apurado toda la más mínima excusa. La supervivencia, es un hecho inaplazable.
Yo, que sinceramente no soy amigo de ruídos constantes ni de muchedumbres excesivas, concedo siempre a estas fiestas tradicionales la valentía de una audacia que consiste en convivir con la modernidad y el progreso con una simbiosis y naturalidad que termina desconcertando.
Por la razón que sea, en pleno dominio del coche y del 2014, la ciudad se paraliza y queda tomada. Se interrumpe el tráfico, y en medio del estrés y de la velocidad, se detiene el tiempo. Se colocan unas vallas que avisan, y la ciudad se prepara en bien pocas horas. Y llegan los ninots o diferentes cuerpos y piezas que componen los monumentos falleros, y entonces se asume la nueva realidad del espacio recuperado.
La Falla, gana. Es para élla. Es el tiempo de los falleros y de su tradición. Se deja insólitamente el coche en casa, y las gentes se disponen a andar, y a bajar a su casal o lugar de encuentro vecinal, y los niños juegan a lanzar petardos veinticinco horas sobre veinticuatro. Casi todo parece valer.
En el fondo, bloquearlo todo es una conquista clara. Dudo mucho que en otras grandes capitales se cediera tanto a las fiestas. El cambio es drástico. Está la idea de que lo más cuerdo que se puede hacer en esos días es dejarlo estar y no pensar demasiado en rigurosidades. Prepararse para lo que haga falta.
La ocupación del espacio público es para mí lo más destacado y mágico de las fiestas mayores de mi Valencia. La paralización del tráfico interior de la ciudad, y el adopte rápido y obediente de las nuevas reglas del juego. Pocos protestan. Se suman, o huyen. Sin términos medios. O, se meten en casa, y luegan a la fantasía vana del aislamiento. Impera la resignación y el que sea lo que tenga que ser.
Hoy ha vuelto todo a la normalidad. Lo de siempre ya está aquí. Lo del resto del año. Ya puedo respirar sin tanto agobio, y nunca echo de menos los petardos. Pero reconozco el logro y el éxito de los excesos falleros, su poder y su imperio. Y el asombro de los extranjeros y de quienes nada sabían de ésto.
-PORQUE NUNCA PUEDE OLVIDARSE-

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