La cordillera del Himalaya. Cumbres y más cumbres que miden y sobrepasan los ocho mil metros. Hay una de éllas, que es el mítico Annapurna, del cual se drespende un tremendo peligro. Acaba de fallecer el primer hombre blanco que logró alcanzar dicha cumbre. El primer ochomilero fue francés, abogado, militar, político, y profundamente vital.
El Annapurna, el Everest o techo del mundo, etcéteras y más etcéteras. Mil veces me he preguntado por qué un ser humano decide desafiar los límites y hacer verdaderas locuras y alardes de superación, asumiendo unos riesgos formidables. Increíbles y ciertos a un tiempo.
Seguramente, se trata de dominar el mundo por sus propios medios. Es más que posible que la idea del reto quasi sucicida, sea la sensación y el anhelo latente de obterner la posibilidad de ser libres y desafiadores por sí mism@s. Gentes, que no están dispuestas a hacer lo que se les diga sin rechistar. Seres humanos que sienten la libertad como un modo absolutamente personal de hacer de su vida un tesoro propio e innegociable. De alejarse de la orden.
Hay una insatisfacción por cubrir, una acción atlética por coronar, un escapar de las reglas del juego al uso, un desprecio absoluto a la corriente de la comodidad y del mínimo esfuerzo, un rechazo al sillón confortable, y una apuesta por el placer de la condición adversa y por el plantarle cara a un rival personal que solo uno y nada más que uno puede marcarse.
Cuando se decide subir un montañón de ésos, se decide asumir exactamente todos los riesgos. Y entre éllos, la propia vida. Sí. El montañero tiene bastante de suicida potencial, de querer sentirse desnudo consigo mismo, y de huír de sus propias mentiras y contradicciones. El gran montañero de la altísima cumbre y desnivel casi inhumano, quiere psicoanalizar todo su yo mientras trepa y lo intenta. Quiere progresar, mejorar, explorarse, vivenciar, experimentarse, y ganar la cumbre.
Cuesta creerles y entenderles. "¿Por qué subirán a lugares tan duros y mortales?", "¿qué desearán realmente con lo bien que se está aquí abajo?", "¿Qué ganan haciendo esas cosas?"... Sí. Todo éso nos preguntamos muchas personas...
Lo mejor que se puede hacer con un hombre de la montaña, es tratar de no ser excesivamente racional con él en los juicios. Evidentemente, no parece haber una lógica. Es mejor admirar su coraje y su valor, su arrojo y su valentía, o visionar interesados su sudor congelado y su cansancio extenuante. Su magia.
Decididamente, se puede ser muy feliz penetrando totalmente en la oquedad del no y del límite, siendo capaz de llegar simbólicamente arriba de todo, y contemplando desde la satisfacción su emoción cuando corona y llora de éxtasis alegre. La palabra queda bien pobre ...
El montañero de élite no puede ser de competición. Son expediciones de maravillosos salvajes, los cuales no han de buscar necesariamente la notoriedad. Nada de dar la nota. Escalar ochomiles no da dinero, y todo es coyuntural y demasiado arriesgado y fugaz como para ser un modo holgado de vivir. Ésto es otra cosa.
No se puede ser profesional de la nieve o del alud, de la penosidad o del agujero en grieta que se puede abrir como un Alien entre los diferentes campos base. Hay demasiado temporal exterior como para vivir y ser feliz todo el tiempo ahí arriba. Solo los sherpas o nativos himalayos, se pueden plantear esfuerzos más continuados y dólares muchísimo más posibles. Están hechos a la dureza y a la supervivencia. A la extrema precariedad.
Subir ocho mil metros es igualmente un regalo de Reyes o un pleno de la lotería, o una aventura increíble, o una orgía de endorfinas, o la exhibición de un cerebro de acero o de un cuerpo diez. Yo nunca sabré qué le pasa a un ser humano para caminar al filo de lo conveniente. Tampoco debe preocuparme el asunto. Prefiero imaginarlo todo en clave de magno misterio.
-ES MI DEBER-
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