Penal de Sintowne. Alfredo Butts está extraño. Su vida nunca fue fácil. Le faltó gas de amor. Gasolina de afecto. Y le sobró ser violado en secreto por su padre, golpeado y torturado. Lleva en la cárcel más de la mitad de los cincuenta años que hace poco que cumplió.
Las leyes ya se lo han dicho. Será ejecutado dentro de cuatro horas. Y Alfredo ya no piensa en clemencias ni en indultos de última hora.
En su historia pone que ha matado a tres personas, violado a otras dos, e infinidad de infracciones. Es violento como una bestia herida. Y hace mil siglos que nadie le manda una mísera carta de compasión.
Sus padres dicen que Alfredo ya no puede ser su hijo, y que les dejen en paz. Que, lo borren si se puede del libro de la familia ...
El desgraciado Butts, de origen portorriqueño, se sentía en la cárcel todo lo que bien que se puede estar. Se tomaba las cosas, desde la idea de la supervivencia. Cuando finalizaba el día, algo se alegraba dentro de él. Seguía vivo.
Alfredo era temido en el patio de la cárcel. Raza negra, no creyente, dos metros de estatura, agresivo, desordenado sexual, y ademanes de líder incontestable. Enfrente, demasiada gente en busca del cetro y de la supremacía, porfiando como en una melée brutal de rugby. Excesiva excitación y peligro. Dos de las personas a las que mató, estaban allí mismo en el penal. Pensaban que en el patio no podía mandar un negro no americano de origen, y que la ley paralela de prestigio y poder exigía de otros reyes y representantes. Erraban. Porque Alfredo Butts hubiera sido un deportista excepcional. A pesar de sus dos metros, poseía la agilidad y reflejos de un conejo. Y una fuerza hercúlea y desesperada. Lo demostró.
Ahora, van a matarlo si no hay milagro. Y Alfredo aprovecha las últimas horas de su vida para devorar historias finales de tipos que fueron sometidos a la inyección letal. Quiere saber qué sentían, si les acuciaban los deseos sexuales, o si solo querían rezar y llorar al lado de los sacerdotes.
Quiere ver fotos y facciones de los condenados a muerte. Desea identificarse o empatizar con algunos de éllos. Muchos, son negros y de raíz latina como él. Puede ser hasta fatalmente apasionante leer.
Lo que no desea Alfredo Butts, es pensar demasiado en sí mismo. Está claro que él mató hombres y violó mujeres. Nunca lo ha negado. Nunca ha intentado tirarse la responsabilidad de encima para endilgársela a los demás. Él sabe que debe pagar por lo que hace. Y aunque no asuma su muerte casi inminente, lo que no hace Butts es llorar o lamentarse. Para él, su vida ha sido una circunstancia adversa y oscura. Le pegaron, y los mató. Le vino el potente deseo sexual, y no pudo parar y penetró.
Lo único jodido, es que le pasaron cosas. Horrendas, estrepitosas, erradas, rápidas y evidentes. Su corta vida para morir, ha tenido el tráiler para confeccionar mil guiones de flims de policías y de cine negro americano. Buen cine, y de acción ...
Pero, ¿qué pasará cuando le maten? Alfredo siente un vacío y un cierto descontento. Porque sabe que cuando le pinchen por Ley, no pasará nada, ni habrá nadie, ni rivales, ni errores, ni vida sombría, ni peleas de gallos en el patio, ni revistas de chicas, ni un poco de pan ni de agua. Cuando muera, habrá aburrimiento y desierto, nada, y ni siquiera nostalgia de una vida de horror. Solo, silencio. El silencio de los cadáveres solos. Y ésa soledad, seguirá en un cementerio al que solo acudirá algún morboso que se aburra en casa por Navidad.
Ya está. ¡No hay clemencia! Alfredo Butts mira a todos y no mueve un músculo de su cara. Le hacen pasar a la sala donde guarda la vil inyección del castigo mortal. Afuera, en la calle, hay pancartas de protesta. Muchos piensan que las cosas no se hacen así.
-PERO LAS HACEN-
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