No lo esperaba. Pensaba que todo era más fácil y más seguro. Yo, solo era un jugador más del equipo. Prácticamente, un juvenil que se había hecho con la titularidad en el puesto de centrocampista defensivo. No me sentía un líder. No puede ser. No tengo esas características. Por eso a veces no comprendo que sucedan algunas cosas.
Aquella final era muy importante. Miles de seguidores habían puesto mucha ilusión en élla. Teníamos bastantes posibilidades, ciertamente, pero debían ser seguramente mis consagrados compañeros quienes marcaran las diferencias y no yo. Parece lógico.
Me quedé estupefacto cuando el capitán del equipo me miró y me convocó. Nuestro delantero centro acababa de ser derribado dentro del área contraria, y el árbitro había señalado el correspondiente penalty. Y mi capitán decidió llamarme. Quedaban solo unos minutos para que se acabara el tiempo reglamentario. Se me dijo que era mi oportunidad. Que, si me animaba a lanzar tal pena máxima, podía entrar en la leyenda y en el éxito rotundo. Cambiar mi vida, y proyectarse toda ella hacia los éxitos y el dinero facilón y evidente. Todo dependía de mí ...
Yo, devolví la mirada al capitán. Mis mirares eran de estupor y dudas. Nada de resuelto convencimiento. Pero el capitán no se inmutaba y buscaba mis respuestas esperadas. ¿Qué iba a hacer? Le dije que sí, que yo, que yo tiraría el penalty, que bien, que perfecto, que sí, que vale, que voy, que déjame la pelota ...
Siempre sorprendido. ¿Yo iba a decidir una final? Pero, si yo no estaba mentalmente preparado para disponerme una cosa así. ¿Por qué es que los especialistas en penaltyes de mi equipo podían consentirlo? Nunca he creído en los relevos espontáneos ni en las innovaciones apresuradas e inesperadas. En, los arrebatos ...
Mas la realidad, se imponía. El silencio era un clamor de expectación y nervios. El gran Estadio había enmudecido dejando paso a todos los diversos y posibles pensamientos. Cerré la mollera ...
Tomé el balón y lo deposité en el punto fatídico. Casi no quería mirar hacia adelante. Estaba tan aterrado que decidí bajar la cabeza y clavarla en el cuero. Escasísimos segundos después, el árbitro hizo sonar su silbato. Había llegado el gran momento. Mi gran y angustioso momento.
Alzé la cabeza. Decidí que aquello no podía ser una portería de fútbol. El portero, era enorme y tenía una envergadura de brazos propia de un atleta de la NBA. Todo era demasiado pequeño. Como su fuese una minúscula portería de hockey sobre hielo. O, algo así ...
Tomé la atolondrada y definitiva decisión. Jamás tiraría a colocar. Cañonazo, y se acabó ...
Me acerqué el balón y solté un grito de furia. El disparo se me fue a las nubes. Y todos se enfadaron aunque lo disimularan. Mis enemigos contrarios bramaban de alegría. Momentos brutales e inolvidables ...
Llegó la prórroga y sin goles, y en la tanda final y preceptiva de la lotería de los penaltyes,-en la que por supuesto se me dijo que yo nada-, nos ganaron y perdimos cruelmente dicha final. Yo, me sentí un culpable y un ser despreciable. El verdadero artífice de la catástrofe era yo. Sin la menor de las dudas. El gran fútbol solo es responsabilidad en los duros momentos, de los elegidos. Ganadores, son otros ...
Cuando llegué al vestuario, me esperaba el Presidente del club. Pero no para consolarme. Se limitó a decirme con seriedad: "¡Chaval, búscate equipo porque aquí no vas a seguir!" ...
Asentí con la cabeza. No seguí y me dejé el fútbol. No se acaba el mundo ahí.
¡QUÉ CARAMBA!
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