Subí a aquel autobús. Tuve suerte. Habían muchos asientos vacíos. Lo que pasa es que no me sentí cansado y pensé en los demás. En que, seguramente, subirían ancianos y niños en paradas posteriores, a los cuales les serían mucho más necesarios que a mí. Por lo que me cogí a una barandilla y permanecí de pie.
Poco a poco y en efecto, el autobús se fue llenando de gente de todas las edades. La verdad es que apenas me fijé en sus rostros. Me limitaba a mirar por entre los ventanales el paisaje urbano de mi ciudad. Conocido y amable.
Sí. El autobús, se llenaba. Y el conductor abría una y otra vez la puerta del auto, indiferente al agobio que en el interior comenzaba a producirse.
Me extrañaron dos cosas sobremanera. Una, es que no se apeaba nadie en las sucesivas paradas. Y otra era que nadie hablaba. Había una especie de extraño silencio cómplice. Todo parecía dar igual.
Estupefacto y tímido, yo tampoco decía nada. No protestaba y me dejaba llevar. Hacía calor. Mucho calor. Pero nadie hacía por abrir las ventanas para que corriese el aire. Seguía subiendo la gente. El agobio, empezaba a dar paso franco a lo inadmisible y a la agresión de los espacios. Nadie tocaba la señal de parada para apearse. Aquello comenzaba a semejar una trampa.
No había apenas miradas cruzadas entre nadie de los viajeros. No parecían siquiera tener alma, y defendían ordenadamente sus más que reducidos espacios personales. Y aunque no hacían amagos o ademanes de tocamientos o actos soeces, cada vez se iban apretando con más y más fuerza los unos contra los otros. Me empezaban a hacer daño con su actitud.
Hice lo posible por contenerme, hasta que por fin rompí a vida y le grité como pude al conductor. Le pedí por favor que hiciera algo, que se percatara de lo que estaba sucediendo, y que decidiera de una vez soluciones inmediatas.
El conductor no hacía el más mínimo caso. Solo volvió tímidamente hacia mí su cabeza, esbozando una terrible y suave sonrisa. Se disponía a abrir de nuevo la puerta, para que entrara todavía más gente.
Entonces, me dirigí a los viajeros que me acompañaban en el autobús y me di cuenta y me di cuenta de que parecían robots hechizados. No se movían sino egoístamente, para acaparar todavía más los ya nulos espacios. En otras palabras, todo cuanto sucedía les daba igual ...
No parecían humanos a pesar de tener facciones de gente normal y de aquí. Semejaban una suerte de proyección de la sonrisa perversa y tímida del conductor. Lo único que deseaban era aplastarme. Matarme. Y sin decir ni una sola palabra, ni un gesto, ni un comentario; ni siquiera una amenaza ...
El dolor que sentía era tan enorme al estar siendo aplastado, que mis gritos comenzaron a apagarse dejando paso a los gemidos por falta de oxígeno. Perdí el conocimiento. Y cuando tiempo después lo recuperé, me quedé boquiabierto. En el interior de aquel autobús, solo estaba yo. El conductor había bajado a tomarse un café, y los viajeros asesinos que abarrotaban tiempo atrás el vehículo ya no estaban.
Pensé si todo habría sido un mal sueño. Pero lo que hice fue dar un salto, bajándome del auto. Y decidí marchar a casa caminando y preguntándome cosas asombrosas. Cuando llegué a mi lar, me desnudé y me miré al espejo. Mi cuerpo estaba lleno de moratones y escoriaciones.
-NO HABÍA SIDO UNA PESADILLA-
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