Nada nuevo. Londres. Hombre joven y seductor. Porte exquisito, y educación esmerada. Lo que sucede es, que a Richard Pits, le había sobrevenido, y hacía ya demasiado tiempo la enfermedad, en forma de psicopatológica idea de hacer daño. Daño letal, y del que hiciese falta. Maltratado con saña por su madre desde que era un bebé, y sin padre conocido, lo que había sido un milagro era que la ley de la supervivencia del gran Darwin hubiese permitido a Pits llegar a alcanzar los treinta y dos años escasos que marcaba su carnet de identidad. Por éso, lo que el londinense Richard Pits hacía en el jardín de atrás de su vivienda, y lo que hacía en general, estaba presidido única y exclusivamente por el afán de vengarse de su madre, la cual, encima, se había muerto hacía algunos años y saliéndose de rositas, según la mente pensante del brillante docente Pits. Richard, buscaba damas otoñales, y aprovechaba sus dotes de juvenil seducción, para hacer de las suyas. Sí. Acababa de enterrar en su jardín, a la señora número veintidós. Pero en su cabeza, ya estaba la veintitrés. Era, la madre de uno de sus jóvenes alumnos de literatura. Se llamaba Mariah Winters, y pronto caería en sus fatales redes. En efecto, Richard se las ingenió para engatusar a Mariah ,y la invitó a tomar algo en un bar cercano al domicilio del varón. Introdujo Richard ,sin que la mujer se percatara ,algo en la infusión que había pedido para ella, y a partir de entonces Mariah le empezó a decir a Pits sí a todo. Ya en la casa del hombre, éste la golpeó fuertemente en la cabeza. La víctima número veintitrés. Y Richard se dispuso a hacer algo que le chiflaba. Enterrar a la gente en el jardín. Exacto. Hurgar. Cavar. A Richard Pits le chiflaba abrir la tierra con la pala. Era, como destruír el flujo exterior de su bondad y creatividad, y sumirse en una penetración extraordinaria y casi inacabable y vengativa. Una vez hechas las zanjas, tiraba en ellas los cuerpos aún calientes, y hasta llegaban a salir a posteriori margaritas y otras pantas silvestres, de entre la fértil tierra casi labrada. Tapar los cuerpos, era imprescindible para no ser detectado, pero esto era algo que no le hacía mucha gracia a Pits. No. Por él, hubiese dejado abiertas todas las fosas. Pero Richard, no era Dios. Había unas reglas que cumplir. Por eso la tierra de su pala, tapaba finalmente a sus víctimas. Y cuando finalmente la policía dió con él, el hombre lo negó todo e infructuosamente. -SU MIRADA HIPNOTIZADA NO DEJABA DE APUNTAR AL JARDÍN-
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