Era una mañana de verano. De calor. Y yo, un recién llegado a la adolescencia. A una adolescencia extraña y errada, a un camino casi de inercia y de millones de dudas erróneas.
Sin la idea de grupo. Sin socialización. Utilizando mis piernas más que mi libertad para hacer cosas de mí que llenaran mi tiempo. Muy perdido en mí.
De modo que en aquella matinal del Julio valenciano, había decidido sobre la marcha asistir a la liturgia taurina de la plaza de toros, en la cual se sorteaban los astados y se verificaba la aptitud de las redes para la lidia vespertina en la Feria de San Jaime, que son unas fiestas tradicionales de aquí.
Al salir del recinto taurino, en donde por cierto recuerdo la infinidad de manos de sobones anónimos, los cuales aprovechaban la multitud para palpar la carne fresca que pillaban.Yo, tuve que tomar muchísimas precauciones, mientras me preguntaba acerca de la antítesis del torerío con la actitud oportunista y obscena del sobar.
Ya en la calle de Xátiva, en el exterior, un joven rubio y larguirucho se me acercó con una atractiva sonrisa y me habló. Lo que buscaba con su cháchara era entretenerme para medirme. Y finalmente me propuso que subiera a su casa y que pondría unos discos.
Dicho joven, ya había tratado de seducirme en una anterior ocasión, pero yo le había eludido con una frase de motivo evasivo. Y esta vez me dio vergüenza volver a rechazar la invitación. Seguramente pensaba en cómo sería el mundo de los jóvenes, de los más mayores, o sencillamente del mundo a secas. Mi soledad me llevaba camino de las aventuras más insólitas.
Porque una vez en el piso del joven granuja, nunca sonaba la música de los discos anunciados y propuestos. El joven, que afirmó ser de la serrana villa de Caudete de las Fuentes, me propuso un juego y me dijo que me sentara y me pusiera muy cómodo.
El juego consistía en que él me entregaba unas monedas que yo debería distribuír por todo mi cuerpo. Me dio unas cuantas de dichas monedas y luego se alejó con una excusa estratégica.
Cuando volvió, su sonrisa era de excitaciçon y jugueteo. Quería abusar de mi inocencia, y me preguntaba si las monedas las había escondido en los lugares recónditos que él imaginaba. Yo, decidí cortar por lo sano. Lo más importante era que nunca sonaba la música de los dioses, y eso era inadmisible para mí. Una encerrona. Le devolví todas las monedas y le dije así:
- "Lo siento mucho. Pero me tengo que ir a la misa de la una. Y de verdad que no llego como no me dé prisa. Lo siento. ¡Gracias, y adiós!"...
Precipitadamente, abrí la puerta más que asustado y salí de aquel lugar. Y afortunadamente el joven homosexual de Caudete, solo sonrió y no hizo el menor ademán de seguirme.
Desde la calle, lo primero que pensé fue que mis padres no debían de saber nada de lo ocurrido. Ni mis conocidos. No fueran a pensar que yo tuviese una orientación sexual no esperada. Que pudieran pensar que no me iban las chicas.
Eran pensamientos en el fondo de desesperación. Como desesperación había sido aventurarse aquella mañana en solitario hacia el coso taurino, o subir al lar del muchacho granuja de Caudete. En aquel estadio de error y de desamparo, lo mejor era cerrarme y no contar demasiado nada a nadie. Esto pensaba defensivamente.
Mi decisión aparente, estaba tomada. No tenía amigos porque eso de la amistad era un juego no pensado ni entrenado, una imposibilidad disimulada con mis actitudes de decisión. No me sentía nadie ni nada. Ni válido, ni capaz. Sino metido en una nebulosa de individualismo extraño, menor, y sin oxígeno. Interiormente, más que mal.
-Y NUNCA SONABA LA MÚSICA DE LOS DISCOS-
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