Hace tiempo que echo de menos aquellos dominicales senderos de mi grupo de montaña. Ahora, que no puedo pisar por el momento la tierra ni el camino montañero, me doy más cuenta que nunca de lo que me estoy perdiendo. Y no digamos, ahora con el estallido de la naturaleza salvaje de mi Mayo valenciano y rural. Deseo volver ya. Han sido séis o siete años de ir como un clavo a la misa dominical de los PR o GR,-pequeños y grandes recorridos-, he subido por la inmensa mayoría de los caminos que llevan a los picos más altos de mi Comunidad, y reconozco que tengo mono de montaña. Sí. Allí, ataviados los senderistas y las senderistas con los atuendos de montaña, y las mochilas, y las gorras, y el ambiente del bar del almuerzo, y la belleza de las chicas, y la fortaleza y destreza de jóvenes y veteranos. La montaña me ha enseñado mucho. He caminado durante muchas horas por todo tipo de terrenos. He ascendido por desniveles duros y prolongados, he descendido ayudado en los últimos tiempos con mis bastones de senderista para proteger mis rodillas de las cargas, he cruzado ríos y riachuelos, me he bañado en sus frescas aguas, he olido el aroma del pino y del romero, he hecho minisiestas después de comer al lado de gente amable y pacífica, pero sobre todo, me he sentido libre allí. Las rutas de montaña fortalecieron mi cuerpo y lo endurecieron. Puedo decir sin rubor, que tengo fama en el grupo de fuerte y colaborador. Me he honrado con ayudar a gente desfondada o con dificultades, les he dado presencia y risas, me las han dado a mí, he jugado al atletismo de fuerte ritmo cuando el cuerpo me lo demandaba, me he extraviado varias veces durante los tramos por el afán de la velocidad y el vicio de no fijarme bien en las señales que marcan dichos senderos, y he sentido sensaciones necesarias e inevitables. Recuerdo la primera vez que ascendí el pico del Javalambre. Yo le dije al coloso de la altura que sin la glosa de los humanos que lo acariciamos con nuestras chirucas, no sería tan relevante en las loas o glosas. Lo mismo que el Calderón, o el Puig Campana, o el Montgó, o el Espadán, o el Montcabrer, o tantos y tantos altos. Dejadme que me acuerde ahora de las piedras que hallé en tanta antología o compilación de rutas montañeras. Sí. Jugué sobre las piedras, bailé sobre las rocas, e hice sin duda alegres alardes y sobreesfuerzos. Pero no era éso. Lo más importante era, el paisaje humano. Nunca lo olvidaré. Yo no iría nunca a las montañas sin ellas o ni ellos. Y no solo por razones logísticas. Afortunadamente, puedo verles en las fotos que me mandan todas las semanas. Mi exceso fue, no haberme fijado lo que debía en su compañía y amistad. -SABIA MONTAÑA-
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