domingo, 8 de junio de 2014

- 70 AÑOS DESDE EL DESEMBARCO -



La noche anterior fue bastante terrible. Había gente con dudas que se lo hacía encima, y el olor desmoralizaba un tanto. Otros guardaban solemne y preparado silencio pensando en sus respectivas familias. Tenían miedo. Debían admitir previsibles pérdidas y ausencias. La muerte también era un inoportunísimo general. Los pensares eran descontrolados y excesivos. Conciliar el sueño, una utopía ...
Yo no tenía familia en América. Y pensaba más en mis decisión y convicción de estar allí para y por mí mismo. Me sentía un tío, un amigo, un ayudador, y hasta un hermano mayor para con los míos tratando de consolarles y de prometerles sonrisas de futuro final feliz. Aunque mi mejor activo para ayudar era mi silencio sereno. Las reales circunstancias.
Y con bastante antes de las primeras luces del día, las voces se atolondraban y la adrenalina subía. Las barcazas marchaban lentas pero fijas. Íbamos ahí. A por todos los cabrones del mundo. A defender la sacrosanta libertad y democracia. A, ayudar ...
De repente, vi una playa. Sí. Omaha. Allí estaba el Everest, la cima, el objetivo y los canallas nazis. Todo. Y no solo en la playa. Porque ya en el agua había un estruendo de disparos y de pólvora enemiga. ¡¡Ah!! ...
Me impresionó la sangre. Nunca te esperas la sangre. Y menos, la sangre amiga. Y lo primero que hice fue acercarme a mis heridos tratando inúltilmente de cicatrizarles y curarles. No. Se caían uno tras otro como hacen las moscas abundantes ...
Bebí sangre. Casi como un homenaje a los míos. Y una ráfaga me peló la piel. En ese momento me di cuenta de que este azar también aceptaba bemoles y todo el arrojo. Y pensé mucho más en mí y en que los putos nazis no me dejaran seco junto a la sangre del mar.
Me volví un zombie enérgico y desesperado, obsesionado con una monolítica idea. Llegar a la playa. Y me daba igual que cada vez estuviera más solo en aquella puta y salvaje carnicería. Y que nadie me pregunte nada. Me hice dos veces el muerto, y a la tercera vez tiré un brazo hacia adelante y toqué la arena de la playa. ¡Omaha! ...
Me volví a lanzar al suelo y repté. Logré llegar a un sitio donde había gente en el suelo y me camuflé esperando a mis compañeros. Y no me desesperé a pesar de que veía que mis amigos de la libertad eran empujados unos tras otro por las balas criminales hacia la desgraciada muerte.
Eternos minutos después alguien me lanzó un manotazo y me sonrió. Luego, me sonrieron veinte soldados amigos más. Y entonces pasamos al ataque. Cogimos las metralletas y soltábamos plomo de ira en todas las direcciones. ¡Ahora nos tocaba a nosotros! Los canallas se iban a enterar. A mí me volvieron a soltar la piel de otro zarpazo cercano de bala, pero nada importaba. Porque la euforia era la más maravillosa propuesta para el placer. Estábamos ayudando a la gente para que pudieran ser libres.
Finalmente deshacimos una defensa nazi. ¡Huían! Todo valía la pena. Nos reímos de los canallas. Hice ademán de ir yo solo a por todos ellos. Pero, ¡me contuve! Miré hacia atrás. Lo que importaba era juntarnos gente y más gente amiga. Sumar y llenar. Hacernos fuertes y tener capacidad de ser fríos. Y lo logramos aunque las estadísticas muestren unas cifras horrorosas.
¡POR LA LIBERTAD!

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