Nunca olvidaré aquel logro. Aquella decisión. Conocí a Margarita a través de un desaparecido diario de contactos para amistad. Allí figuraba su teléfono y su acceso. Y me pasó la cosa bonita de decidir llamarla.
Margarita cogió su teléfono y nos reímos mucho los dos juntos. Y a esa llamada siguieron otras muchas. Era invidente, y su voz grave y experienciada me sedujo y atrajo. Quise conocerla en persona. Ella, aceptó.
Todo nervioso, me metí en el metro y pude verla en un sitio que no me agradó. Vivía de alquiler y sin dignidad a merced de una propietaria distante y fría. Margarita huía de sí misma y se refugiaba en ninguna parte. Pero su orgullo la llevaba a vivir y a coquetear, a pesar de su amargura y de sentirse culpable por el rechazo de sus hijos y por la extinción de su matrimonio clásico y tradicional.
Lo más curioso para mí, es que Margarita era ciega total. Y, éso, fue una buena cosa. Porque yo podía referirle las peripecias de mi vida en drama, y ella nunca podría dejarse llevar por las meras apariencias. Su ceguera la ayudaba a conocerme más rápido y sin prejuicios.
De modo, que yo se lo confié todo de mí. Le puse en su conocimiento toda mi verdad y mi realidad. Y Margarita se compadeció y me escuchó. Se lo agradeceré siempre. Me sentí feliz y llenado con su atención y con su generosidad.
Porque Margarita fue sensibilidad y compasión. Mujer de carácter, ex sindicalista, de hablar claro y sin tapujos, de izquierdas y liberada, y con el visor de la realidad apuntando con rigor y certeza. Era inteligente, seca, menuda, aparentemente frágil, y una invidente que se llevaba muy mal con su dificultad.
La mujer no quería depender de nadie, se apoyaba en su perro guardián y lazarillo al que adoraba, y seguía una y otra vez cambiando de lugar y de residencia. Me afirmaba que detestaba la gran ciudad.
Margarita lo pasaba muy mal en su vida. Sufría horrores, su familia no se llevaba bien con ella, y todo era negro y doloroso. Hasta que por fin fue sacando la cabeza de su vacío y de su pozo.
Y entonces yo la noté rara y distinta. Y me enfadé con ella porque semejaba ser otra mujer. Y parecía mentira que cada vez se alejara más de mí. Pero lo que sucedía era que no podía esperarme, y que le cansaba mi dolor y mi desahogo con ella. La fui comprendiendo.
Reñimos y nos enfadamos. Y antes de reprocharnos con energía las cosas de los dos, decidimos colgarnos varias veces el teléfono mutuamente. Margarita ya no podía comprenderme a pesar de mis denodados esfuerzos por hacerme entender. Todo se fue al traste.
Lo mío con Margarita fue seguramente lo más bello que le pasó a mi vida nueva y de crecer. Porque marcó e inició mi vivencia y mi patrimonio personal más allá de mi vivir familiar y cotidiano. Fue mi primera excursión hacia la realidad y mi primera apuesta tímida por mi verdad. Fueron mis primeros errores y mis primeras experiencias y realidades. Estaba empezando tímidamente a ser yo.
Margarita fue una amiga a la que no pude atender ni cuidar adecuadamente. Fue quien me espabiló brusca e inadecuadamente. Sin mayores miramientos. Quien me hizo daño, y a la vez quien substituyó por unos años a esa familia que nunca tuve.
Por eso, aunque Margarita ya no está y nunca más estará, la recuerdo con alegría y positivismo. Porque Margarita fue mi vivir, y mis primeros zapatos, y mis primeros nervios, y el hombro en el que deposité mi llanto, mi escuchadora comprensiva tras el teléfono, y como una madre revestida de amiga para mí. Como esa tía de la familia a quien siempre eché de menos. Como a una hermana mayor ...
Margarita fue un paso y un avancé que se perdió. Pero la experiencia me hace sumar y aprender de todos los errores. Y darle a la vida mil razones de continuidad.
-BESOS, MARGARITA-
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